Editorial dubitativa armada con cartas de Tarot



¿El Mago o el loco?
Vamos con los hermanos Chang caminando por las calles de Nueva York; no sabemos para qué nos han traído. Al cabo de media hora, nos encontramos en una esquina a Enrique Enriquez rodeado de matones de los Chang. Enrique está nervioso, asustado, cagado. Nos empieza a guiar por las calles de aquel barrio mitad chino, mitad italiano, mitad Soho. No sabemos dónde estamos. Llegamos frente a las vitrinas de una joyería. Enrique por fin sonríe (nervioso) e invita a los Chang a ver lo que hay al otro lado. Se trata de unas calabazas podridas y rodeadas de negros huesos de porcelana. En torno a la calabaza y a los huesos, mosquitos, insectos, gusanos. Enrique sigue sonriendo, los Chang también.


¿El Diablo o el Mundo?
Seguimos a Enrique de nuevo por las calles. Entramos a un local. ¿Una tienda de taxidermia? Miles y miles de insectos disecados tras los mostradores. Subimos a un segundo piso. Detrás de una vitrina, un cofre. Dentro del cofre, un esqueleto humano. Un cartel dice: «Huesos de extraño homínido con cuernos». (¿Será el diablo o el primer cornudo?). Los huesos están a la venta. Diez mil dólares. Nos fijamos en el sitio. Estanterías y estanterías de animales disecados. Y más huesos. Al fondo hay un escritorio. Enrique dice: «Yo quisiera que este lugar fuese mi oficina, mi estudio. Así como está. Sólo traería mi computadora, las fotos de mis chamos y listo».


¿El Colgado o La Muerte?
Ahora son los Chang quienes nos guían. Nos llevan al barrio chino. Bajamos unas escaleras, entramos a un bar. Sobre una tarima, unos chinos tocan un punk muy agresivo. Creemos que cantan en mandarín.

El bar está lleno de putas, jíbaros y chinos con cara de malos jugando Mah-Jong (o mayón). Hay que destacar que afuera, en las calles, son las once de la mañana.

Seguimos de largo, atravesamos una puerta, entramos a un lugar más tranquilo. Un restaurante vacío. Sólo tras unas puertas batientes, que han de ser las que dan a la cocina, parece haber actividad. Se oye un golpe, un grito, ¿un maullido?

Los Chang nos hacen sentarnos a una larga mesa (José, Fedosy, Enrique). Nos rodean sus matones. Los Chang se sientan al otro extremo. Mantienen distancia. Entonces uno de ellos extiende la mano. Otra mano, la de algún matón cercano, le pone un mazo de cartas sobre la palma abierta. El hermano Chang que la recibe comienza a barajar. Luego coloca las cartas sobre la mesa. El otro escoge una, la mira, y luego la coloca sobre la tabla, boca abajo, sin quitar la mano. Los Chang se nos quedan mirando. Luego, el Chang que está tocando la carta, la empuja con los dedos. La carta se desliza hacia nosotros. Enrique la toma, la alza, la ve.

Los Chang dicen:
—Decirnos qué quiere decir esa carta, si no, muerte segura.

Enrique se nos queda viendo. Suda, está rojo. Nosotros también lo miramos. Queremos saber. Pero Enrique no dice nada. Vuelve a poner la carta sobre la mesa, bocabajo. Se vuelve a escuchar un golpe en la cocina. Un grito, ¿de un hombre?

—Queremos respuestas ya —dicen los chinos.
—Necesito ayuda.
—¿De quiénes?

Enrique nos vuelve a mirar. «Ya nos jodimos», pensamos.

Los chinos afirman con la cabeza.

—Un negocio Chang —negocia Enrique—, un blog, sus respectivos empleados, yo como editor invitado y tres cartas para cada uno de los esclavos-colaboradores. Con esas tres cartas, el esclavo-colaborador ha de escribir un cuento Chang.
—Aceptado —dicen los chinos.

Enrique vuelve a alzar la carta, se le queda viendo.

—¿No nos puedes adelantar nada?

Enrique pone la carta sobre la mesa, boca arriba, es El Colgado; luego nos mira.

—Todo va a salir bien, muchachos, todo va a salir bien —nos dice, y no le creemos.




Tarotistas: Fedosy Santaella, José Urriola y el editor invitado Enrique Enriquez.

Samsara

Gabriel Payares




para Keila Vall de la Ville

Samsara.
(Del sánscr. saṃsāra).
En el budismo e hinduísmo, el círculo eterno
de nacimiento, muerte y reencarnación al que
todos los seres vivos se someten, carente de
un inicio o un fin perceptibles.

ENCICLOPEDIA BRITANNICA



Despierto de golpe, entre gritos en inglés y el rumor de una explosión. A pesar del sobresalto, lo pienso dos veces antes de abrir los ojos: uno primero, cauteloso, y el otro a los pocos segundos, como si hacerlo a toda prisa pudiese conducirlos fuera de sus órbitas. Lo hago justo a tiempo para observar, en primer plano y con lujo de detalles, cómo un enorme avión comercial se zambulle contra una de las Torres Gemelas de Nueva York, y desaparece en medio de un despliegue de rojos y marrones. La voz de la reportera se escucha al fondo, narrando los hechos a todo pulmón, en un inglés tan atropellado que apenas logro discernir una que otra palabra. Segundos después, mientras una de mis manos remueve con desdén el leve rastro de saliva que hay en mi mejilla derecha, otro aeroplano repite la gesta taurina del primero: una segunda explosión que ignora los números verdes y discretos en pantalla, indicadores de la fecha y hora en que fue grabada la cinta. Rescato el control remoto, hundido cual tesoro en el revoltijo que ahora son las sábanas, y oprimo de inmediato el botón que silencia al aparato. Así, mientras me incorporo, puedo ver la repetición del célebre atentado terrorista, esta vez con el murmullo irregular de la mañana caraqueña de fondo. A mi lado, la cama vacía, como todas las mañanas. Hace horas que ella se ha ido a trabajar.

Presiono el botón de Stop una, dos, tres veces seguidas, y constato su empeño en ignorar mis comandos. Algo ha de haberse desconfigurado en la grabadora. Abandonando mi astuta estrategia de presionar todos los botones sin orden específico, me resigno a detener la cinta con el botón manual de apagado, lo que exige el sacrificio de los cinco minutos extra que acostumbro a tomar antes de ponerme de pie cada mañana. Maldigo mi cuota de culpabilidad en el asunto: bastaría con haber extraído la cinta hace dos días, cuando comenzó el desperfecto, o incluso haberla cambiado por una más agradable, quizás algún documental sobre los elefantes africanos. Eso suponiendo que nunca tuviese, como de hecho nunca parezco tener, el tiempo o la memoria suficientes para sentarme y reprogramar el puto aparato.

Dejo atrás la cama y en ella las reflexiones. En el espejo del baño me topo con una nota escrita a mano y adherida a la superficie: “¡Buenos días! Ojalá hayas avanzado mucho anoche. Sabe Dios a qué hora te acostaste. Recuerda que dijiste que este mes pagas tú la luz. Ah, y estás babeando las almohadas otra vez”. Tinta azul y caligrafía palmer casi perfecta. La nota cerraba con un te quiero. Yo también.

Nuestra casa es pequeña y está decorada en abundancia; da la sensación de que todo llamase la atención al unísono, y de que uno pudiese distraerse durante horas contemplando las mesas, o la cocina, o los cuadros en la pared. Caminando en círculos, como en los museos. En el comedor, del que me he adueñado al no tener espacio para un estudio, me espera el amasijo de papeles que insisto en querer convertir, por algún proceso alquímico que aún no descubro, en una gran novela. De momento se parece más a la tarea de un niño de cinco o seis años; un niño como el que aún no hemos podido tener, porque nunca alcanzan ni el dinero, ni el espacio, ni el tiempo. Tal vez lo que no alcance sea el amor, o tal vez seamos estériles, quién sabe. No nos falta juventud, no, pero con el tiempo hemos dejado, como quien pierde un hábito saludable, incluso de evitar el embarazo. Pastillas, condones, métodos del ritmo: no recuerdo cuándo fue la última vez que hicimos el amor. Pero para qué pensar en eso. Prefiero sólo pensar en el camino apropiado para salir de mi laberinto de papel, ese que ahora sostengo entre las manos, mientras paso con desidia cada hoja repleta de garabatos y tachones, de esbozos, de ideas diversas y contradictorias.

Con un suspiro de propia conmiseración, abandono el manuscrito sobre la mesa y agarro un bolígrafo. De espaldas a la cocina, me centro en el papel: renuncio al desayuno, a los huevos fritos con jamón y pan tostado, a la arepa con mucha mantequilla y queso, a la cómoda bandeja instalada frente al televisor o frente a la ventana, a las vitaminas de la mañana, al café. De pronto son tantas las cosas a las que renuncio diariamente, tantos los lugares, los empleos, los deseos. No me convence nada de lo que he escrito. Aprieto el bolígrafo negro entre los dedos y escribo un nuevo comienzo en una hoja en blanco; un segundo o tercer inicio que me llevará a los mismos círculos concéntricos de siempre. Escribir es repetirse.

Así me alcanza el mediodía, en una tenaz e irregular batalla contra el borrador. Deseo a cada instante eliminar todo lo que me ha costado la mañana producir, y cual Penélope, comenzar todo de nuevo: no repetir errores, ni palabras, ni elecciones. No escribir, sino retornar a la pureza creativa de la hoja en blanco, destruir las palabras y abrazar el vacío. Y aunque estoy ya casi dispuesto a hacerlo, me lo impiden el hambre, agazapada en el fondo del estómago como un lecho de piedras, y el mal humor, que pronto hace su entrada triunfal con el insistente repicar del teléfono.

Es ella. Como todos los mediodías. Atiendo con parquedad, intentando contener el humor de perros abriendo la boca lo menos posible.

– Hola, mi amor. ¿Ya almorzaste? –me saluda.
– Sí, ya comí –le miento–. ¿Y tú?
– Ay, vale. Te iba a decir para ir al restorancito cerca de la casa – su voz es un hilito.
– ¿Te daba tiempo?
– Sí, porque el jefe no vuelve hoy. Pero nada.
– Bueno, si quieres te acompaño –ofrezco, rogándole a Dios que se niegue.
– No, no importa. Deja. Yo como aquí cerca con alguno de los muchachos.
– Vale. ¿Y qué tal tu día?

Paradójicamente, dejo de prestar atención justo al terminar la pregunta; me pierdo los detalles de su lucha diaria con el jefe, sus quejas sobre lo flojos que son los cuidadores del estacionamiento, o lo último que encargó por el catálogo de Avon. Dejo pasar los detalles mínimos, insignificantes, las diminutas variaciones, los elementos que le dan sentido a esta repetición infernal de la vida. Mientras ella habla, yo sólo puedo rumiar los mismos pensamientos: que me muero del hambre, que quiero colgar ya la llamada, y variaciones posibles de la odiosa última línea que acabo de escribir. Con cada mugido de asentimiento con que respondo a la catarata inerme de su relato, me siento un paso más y más lejos de allí, como en un viaje astral, perdiéndome poco a poco en la distancia de mí mismo… pero sólo para volver de golpe, con perfecto disimulo, a tiempo de escuchar sus últimas dos o tres palabras.

Cuelgo a toda prisa. Sé que el resto de la tarde se irá sin que pueda siquiera darme cuenta. Las dos, las tres, las cuatro. Las seis, la hora en que ella llegará, exhausta pero sonriente, y me conseguirá echado en el sofá y rodeado de papeles, o viendo en televisión el fugaz paso de los canales; pero nunca escribiendo. Nunca. Entonces, la noche transcurrirá sin darnos cuenta: yo, un tanto ensimismado, como alguien que de tanto estar solo olvidó el placer de la compañía; y ella, desbocadamente complaciente, como esos anfitriones que sacrifican el disfrute de la fiesta que tanto les costó organizar. La madrugada nos hallará separados por una cortina de sueño.

La mañana siguiente también.

Despierto con lentitud, oyéndola hablar por teléfono, sin entender una palabra de lo que dice. Pronto caigo en cuenta de que está hablando en inglés, y luego de que ella no habla inglés. Es allí cuando realmente despierto. No era su voz: la cama está de nuevo vacía, y el sol se cuela por las cortinas. Ella se ha ido a trabajar. Quien habla, con ese timbre desesperado al que ya comienzo a acostumbrarme, es la reportera de CNN, que intenta describir inútilmente los eventos que la cámara exhibe de lleno. Abro los ojos, y el World Trade Center se sacude a los pies de mi cama, sangrando humo y fuego por una herida en lo que podría ser su ceja derecha. Parpadeo. Un delgado hilo de saliva humedece mi labio inferior y salta en bungee hasta la cama.

Me incorporo a medias, tanteando las sábanas en busca del control del televisor. No logro hallarlo. Oh, my god! Another plane just hit!, insiste la narradora, cuando el segundo avión desaparece entre las llamas. El control ha desaparecido con la primera de las explosiones. Abandonando toda esperanza, me pongo de pie y camino torpemente hasta apagar el televisor con un dedo. El sueño es una capa densa, como la nata, delante de mis ojos. Ya en el baño, tropiezo con otra nota en el espejo, que leo mientras descargo en la poceta un torrencial chorro de orina: “No olvides pagar la luz, se vence mañana. Te dejé café, te quiero”. Arranco la nota y me contemplo en el espejo. Tengo una barba corta, irregular, de esas que no terminan de serlo pero que entorpecen el rostro, y que atestiguan los tres días que llevo sin salir de casa, entregado al delirio de lo cotidiano. La casa, pienso, es un espacio alegremente dedicado a las repeticiones, las rutinas y rituales: está compuesta por círculos concéntricos, como el infierno de Dante. Pienso en ducharme, y pronto lo descarto. Me he aburrido de mí mismo.

Marcho obligado a la cocina, en donde el café yace frío en la cafetera, con ese aire a muerte que cobran las bebidas calientes tras mucho rato fuera de la hornilla. Me sirvo una taza y la meto en el microondas: Time, cuarenta y cinco segundos, Start. Dejo al pequeño aparato murmurando sus plegarias electrónicas y me adentro en la sala, en el amasijo de papeles que son la mesa del comedor y el suelo que lo rodea. Pronto me encuentro de nuevo extraviado, pero esta vez en busca del maldito recibo eléctrico. Agoto los lugares posibles en un santiamén, y tras diez minutos de búsqueda frenética, andando y desandando el camino de mi propio desorden, me doy cuenta de que nunca lo conseguiré. Ni siquiera recuerdo haberlo visto por última vez. Es más, no sé ni de qué color es, ni qué tamaño tiene, ni cuál es nuestro número de contrato. No sé qué es lo que necesito conseguir. En su lugar, doy con el más reciente inicio de mi novela, tres páginas que me tomaron toda la mañana de ayer. No consigo una sola línea que me guste. Recojo del suelo las hojas caídas y las ordeno lo más que puedo; sé que volverán a estar desordenadas mañana. El borrador se asoma entre las hojas, insinuante. Aparto la vista lo más rápido posible.

No desayuno nada: dentro de poco será mediodía. Desando mis pasos hasta el cuarto, aún en pos del recibo fantasma; después de mucho hurgar entre mis cosas, presa ya de un frenesí extraño, decido creer que jamás tuve ese papel entre mis manos, pues sólo así se explica que no recuerde absolutamente nada al respecto. La única opción es buscar entre sus cosas: es mucho lo que una mujer olvida cuando decide cambiar de carteras. Incursiono en su ordenado mundo con los pies fangosos de un gigante egoísta: abro sus gavetas y su secreter, revuelvo sus prendas, más por complacer una súbita sensación de venganza que realmente esperando dar con mi tesoro perdido; busco incluso en los lugares en que sé que es imposible encontrarlo. Durante esos instantes, soy portador de un mensaje mucho más grande y cruel que yo mismo, de una entropía que ni el orden ni la pulcritud podrán jamás detener. Allí, de pie, barbudo y semidesnudo, con una mano metida en el cajón de su ropa interior, soy el férreo mensajero de la muerte.

Finalmente, disminuido por el fracaso y ya a punto de ser vencido por la culpa, tropiezo mis manos contra el filo de un papel: un libro menudo, de esos que podrían caber doblados en un bolsillo, repleto de cicatrices y raspaduras de guerra. Curiosidad, duda, sorpresa. La portada es tan pobre como el empastado, o quizás más: una ilustración que alude remotamente a la luz, la paz y la ascensión; el autor, un nombre indio aleatorio, cuya única función es la de sonar exótico e iluminado, acompañado de la frase El libro del Dalai Lama. El título apenas si se lee en toscas letras de molde: “Samsara”. Abro el pequeño manual de autoayuda y tropiezo en la portadilla con una firma extraña, garabateada con tinta negra sobre el papel cetrino y anémico, como si aquel libro mágico hubiese perdido su poder con el paso de los años. Dejo las páginas correr libres, a ver qué milagros me depara el sabio hindú que aparece en la contratapa, y de inmediato mi pesquisa arroja crueles resultados: un puñado de papeles diminutos, copos de una nevada secreta, entre los cuales distingo discretas facturas de hotelería, vouchers de compras inusuales, e incluso una nota, escrita con letras grandes e infantiles, que parece susurrar un “te extraño”. Con inusual delicadeza reviso cada pequeño papel, lo releo y lo inserto de nuevo al azar en alguna página del libro; uno a uno, con paciencia cruel. Mi reacción es tan maquinal, siguiendo con objetividad un diagrama invisible, que un espectador pensaría que lo hago sin darle importancia, o quizás que ya me imaginaba, por alguna sospecha o intuición, este amorío que me revela un sabio hindú de utilería. La verdad es que me avergüenzo, me avergüenzo mucho de mí mismo, como quien abre la puerta del baño y contempla a su abuelita orinando, o al sobrinito haciéndose una paja. Es una sensación de ridículo, de estorbo, de que debí enterarme de los amoríos de mi mujer de alguna manera más digna que buscando un recibo de luz.

Termino de recoger la evidencia y dejo el libro sobre la cama. Ha dejado de ser un libro de autoayuda, y pasó a ser un diario íntimo secreto; eso es lo único que se me ocurre pensar. Sería tonto describir mi dolor: la traición duele, es una de las primeras cosas que aprendemos en la vida, sí, pero no todos tenemos la oportunidad de experimentarla de lleno. Algo similar ocurre con los puñetazos: pasas toda la vida hablando de ellos, viéndolos en el cine y conteniéndolos en la calle. Cuando por fin recibes uno en pleno rostro, la experiencia se esfuma por completo entre los pequeños detalles que de pronto te sobrecogen: los miles de dolores diferentes en tu piel, la sangre que te mancha la corbata con que ibas a la reunión en la oficina, los gritos infantiles del chofer del carro de al lado que te incita al contraataque, la preocupación por no sentir alguno de los incisivos... Esos detalles que ponen en relevancia lo ridículo del aprendizaje, esa visceral decepción de la experiencia. Muchos, en mi situación, habrían estallado en rabia, gritado como perros y roto todas las cosas. Hay incluso quienes asesinan a sus parejas. Yo me descubro a mí mismo sonriendo.

Suena el teléfono. Dejo que repique hasta el infinito; lo escucho perderse en las galaxias lejanas. Sigo contemplando el libro a mi lado, un diminuto esperpento que jamás habría entrado en nuestra modesta biblioteca, atiborrada de novelas y recetarios. Un espía, un intruso, un delator. Me da asco. Tras unos minutos, el teléfono suena de nuevo. Esta vez atiendo. Es ella, como todos los mediodías.

–Te llamé hace poco. ¿Estabas en el baño?
–No, estaba leyendo.
–Ah, ok. ¿Todo bien?
–Sí.
–¿Seguro? Suenas raro...
–Es lo que estaba leyendo, me dejó pensativo.
–¿Y has escrito?
–Mejor no me preguntes eso.
–Caramba... Estamos de mal humor, ¿no?
–Mira, te iba a preguntar: ¿dónde está el recibo de la luz? –esquivo el comentario.
–En la nevera, mi amor. Donde siempre lo pongo.
–Ah, claro. –Le miento. Así como mentiría si recordase alguna vez haber visto algún recibo de la luz en la puerta de la nevera. Sé que hay imanes, claro. Yo mismo he comprado algunos. La situación es tan estúpida que me provoca llorar. – Es que no busqué bien.
–Está bien. ¿Lo vas a ir a pagar ahorita?
–Sí, voy saliendo. Hablamos luego.

Escapo de la conversación con mármol en la cabeza y el libro en la otra mano. Sin proferir palabra, como si una sola vocal bastase para quebrar algún vidrio interno, me encuentro de inmediato frente al recibo de la luz, sujeto a la piel de la nevera por un imán en forma de molino de viento. Creo que lo compramos en Toledo. Reviso la fecha de corte: es mañana. Tal y como ella lo dijo. Todo concuerda. Por un instante, pienso que habría sido mejor no hallar el recibo en la nevera, y poder iniciar así una serie de incongruencias que me llevaran a cualquier lugar posible del universo. Habría sido fabuloso enloquecer, o darme cuenta de que lo hice, o simplemente apostar por la explicación más ilógica de todas, la que más distase del peso inamovible de lo real. Esto no está sucediendo. Pero de inmediato descarto esa sensación; lo real es al menos manejable. Aún en piloto automático, abro el microondas y recupero mi taza de café. Doy un sorbo largo y helado, antes de devolverla al interior del aparato. Time, cuarenta y cinco segundos, Start. Tengo la sensación de haber hecho lo mismo un millón y medio de veces, relatando una y otra vez la misma historia. Vivir es repetirse, supongo.

Abro el libro sobre el mesón, mientras espero a que el café se caliente. El enigma de su presencia es, por extraño que parezca, mucho más fuerte que el de la infidelidad que sus páginas esconden. Emprendo una lectura errática, saltando de aquí a allá, utilizando las facturas y papeles como marcalibros. Nada de lo que hallo me sorprende: el gurú predica incesantemente lo mismo, escrito y descrito de diversas formas: nunca es tarde para optar por un estilo de vida más espiritual. Karma, samsara, nirvana, nombres exóticos para ordenar el deseo de huida que todos anhelamos, de escape final al constante vaivén de las horas, en este caso puesto de acuerdo con las antiguas religiones del medio oriente. Leo en el libro que nos hallamos sujetos a una rueda interminable del sufrimiento, y que somos vagabundos, vidas errantes destinadas a transitar los mismos senderos marchitos, hasta que poco a poco demos con las claves para la ascensión y la liberación. El pasaje completo está subrayado a lápiz. ¿Buscaba ella algún tipo de revelación en estas menos de cien páginas, o me habré tropezado más bien con el préstamo vergonzoso de un amante tal vez ingenuo? ¿Sería conveniente confrontarla con este libro y exigirle una explicación, es decir, un veredicto forense, o en todo caso reprocharle el inaudito descuido que puso el libro en mis manos?

Preguntas que nunca le haré me bullen en la cabeza. Nunca se sabe qué hacer en estas situaciones, pues contemplar la encrucijada de la vida desde el dolor no es asunto sencillo. Por eso lo más común es correr a consultarlo con algún amigo, con el analista o el barman. No importa cuántas veces se haya uno separado antes, ni qué edad teníamos cuando mamá descubrió a papá con la secretaria; al final todos estamos solos frente a nosotros mismos: un niño temeroso ante un reflejo disforme y agrandado de sí, capaz de hacer cualquier cosa por hallar refugio. Atormentado por mi propio desamparo, emprendo una huida improvisada: tomo las llaves, la cartera, la caja de ocasionales cigarrillos. Todo cabe en el mismo bolsillo. También tomo el teléfono celular, apagado desde mi última llamada hace tres días y, para mi sorpresa, el libro de autoayuda. No sé si lo hago por no dejar rastros de lo que ahora sé y no debería, o porque ese manual comercial de espiritualidad es, paradójicamente, el único aliado que tengo, el único que me brinda algunas pistas. Una Biblia forjada en el engaño. Dentro, doblado en cuatro, meto también el recibo de la luz.

La calle siempre da respuesta a mis inquietudes. Tanto así, que no entiendo mi encierro voluntario de tres días seguidos. Escribir una novela, a fin de cuentas, debería poder ser una actividad pública, tan observable como pasear al perro o repartir los periódicos. Es mucho más simple hallar respuesta a las cosas observando la fuga de los carros en las autopistas, o el empeño febril de los pedigüeños, o los intentos desesperados de una anciana por cruzar una gran avenida, que viendo todo el día la misma pared y el mismo mueble de madera, en la misma casa en que se habita, se baña, se come, se duerme. Pocas horas deambulando me bastan, viendo pasar el día y caer la tarde, para finalmente dar con un relato propio de lo acontecido, escribiendo la propia vida como lo haría con la novela. Al final me resulta tan obvio, como si lo hubiese escrito yo mismo: hallar el libro fue un mensaje, un intento por poner en práctica las teorías contenidas entre sus páginas, y así romper el círculo eterno de lo cotidiano; su mensaje es el de emprender, como los niños, la vida como una intensa aventura. Sonrío al percatarme de la doble acepción de la palabra. Leo en el libro: existen diversas vías posibles hacia la liberación, pero todas parten de la renuncia a las ataduras emocionales que nos anclan a este plano de existencia. Me pregunto a qué laberintos existenciales buscaría ella respuesta, a través de la vida en lugar de la escritura; y me doy cuenta de que nunca he podido llegar a entenderla, tal vez porque ni siquiera lo he intentado. O quizá estemos rescribiendo nuestras vidas en sentidos opuestos.

El cielo anaranjado me anuncia que es ya la hora de volver. Mi trayecto a casa, tan apacible como puede ser la tarde en una ciudad que despide el día con estridencia, me confronta paso a paso con la necesidad de una decisión para volver a casa: ¿Debo romper las rutinas diarias de nuestras vidas y lanzarlas a una aventura desconocida, o más bien callarme el dolor y aferrar la estabilidad de una vida que creí sin sorpresas? Vivir, al final de cuentas, funciona tal y como se escribe una novela: a tientas. Una súbita sensación de ceguera se apodera de mí, y me hace demorar un poco más mi regreso a casa. Doy vueltas, como si estuviese haciendo tiempo para algo; pero al final, sin decisiones hechas y sin darme siquiera cuenta, entro a mi edificio tal y como salí, trazando mayores círculos inútiles. Tal vez sea el momento de violar mis propios laberintos: de no escribir más una novela, de desenchufar el televisor y despertar como a mí me dé la gana; de decirle a mi mujer que es una puta, pero que la quiero, o simplemente de buscarme una amante yo también.

Saliendo del ascensor, mis determinaciones se evaporan. Me dirijo de inmediato al cuarto de la basura. El bajante luce como una hedionda boca abierta, en la que deposito el libro, víctima de un sacrificio pagano, sobre el envoltorio de periódico que hace las veces de lengua. Con un gesto delicado lo dejo sumergirse en el abismo; un destino apropiado para páginas que prometen iluminación. Es muy tarde cuando recuerdo la factura de la luz, aún sin pagar, oculta entre sus páginas. Decido que ya no me importa. Con él se han ido las evidencias de que este relato, esta convivencia repetitiva y exhausta, se aproxima por una vía u otra a su fin, así como la necesidad de pensar todo un día en decisiones que no conciernen a la escritura. Con este pequeño ritual funerario, queda clara la victoria de mi novela aún inconclusa por encima de la vida. Samsara, karma, nirvana. Dejaré que la vida la escriban los demás.

Tampoco importa que ella aún no haya llegado. No intento siquiera llamarla al celular. Enciendo las luces a mi paso, yendo directo al comedor. No hallo notas, ni explicaciones, ni mensajes; tan solo mis propios papeles, cigoto infecundo de mis imaginaciones: inicios, repeticiones, revoluciones. Un eterno retorno a la nada. Tomo una página en blanco, y escribo en grandes letras negras SAMSARA: un préstamo, un nombre, una resolución. Llevo el papel conmigo al baño, y lo pego en el espejo: será un recordatorio, y a la vez una acusación. Un nuevo inicio, uno terrible, que estará todos los días asomándose en nuestra casa; un espía, un intruso, un conjuro de una sola palabra. Y el título, a la vez, de esta novela por escribirse. Se ha hecho ya muy tarde para escribir, sin embargo: ella debe estar a punto de volver a casa. Enciendo el televisor, me dejo caer en la cama. Sonrío. Transmiten un reportaje del ataque a las torres gemelas.


(Cartas: La Torre, El Ermitaño, El Loco)

Vistiendo a los niños

Enza García



“You must pay for your crimes against the Earth.”
M. Bellamy



Mi mujer ya no es aquella carajita y ahora ha enloquecido.

Siento pena por ella. Dos estocadas unánimes: una sangra por fuera con escandalosa precisión, la otra se dedica a llover por dentro. Es demasiado para cualquier criatura doméstica. Sangre y lluvia siempre son amenazas para la guarida. Pero en general, esta mañana en sepia no es digna de confianza: las cosas quieren verse más antiguas de lo que son en realidad, y eso es como cuando algo más logra ponerse en el lugar de nuestro buen Señor. Miren que si el paganismo fuera todavía una cosa seria no tendríamos reparo ni templanza.

Desde que nos dieron la noticia, supe que nuestros puertos serían devastados. Los de ella, en realidad. Yo no acostumbro a asentarme cerca del agua. Aunque el mar no es agua en el sentido estricto: no consideraría agua a aquello que no quita la sed. Su cuerpo no lo aguantaría, eso temimos. Yo llegué tarde al mundo y a su vida, mientras que un zorro de modales suizos había engullido la estrella sobre su cabeza para que este niño llegara más tarde que el resto de las cosas. Ella también había dejado de ser una niña y yo, por puro cansancio, me había acostumbrado al mar. Su cuerpo no aguantaría otro espíritu en ebullición. Pero no había cómo deshacer el entuerto. Cuando nos enteramos era tarde. Hubiésemos tenido que sacarlo por pedacitos y él no hubiese podido gritar. Ha de ser terrible, me lo figuro esta mañana en sepia mientras me preparo: te arrancan un pie, la pierna, las vísceras, y no puedes decir nada al respecto, ni siquiera sabes que te están dando santa muerte. Por eso decidimos jugar la partida contra todo pronóstico.

Yo conocí a su madre hace veinte años en Caicara de Maturín, un 28 de diciembre durante las Fiestas del Mono. Debí saber que nada bueno vendría de una mujer conocida el Día de los Inocentes. Ella estaba en el centro del desfile. Me explico: un hombre se disfraza de mono y baila agitadamente, mientras tras de sí los propios y ajenos se arremolinan imitando la cola. Ella estaba ahí, y al caer, embestida por la fuerza del jolgorio, no pude evitar rescatarla cuando le tocó recibir los correspondientes correazos por haber perdido el equilibrio. Era parte del juego y ella quería jugar. Pero yo no pude contenerme. Era una niña. La chota nos vigilaba pero todos queríamos ser felices. Yo era un hombre fuerte y podía darle todo: tenía una casa donde la luz entraba como potra desbocada. Tenía para comprarle vestidos y zapatos. Mi padre había llegado a este país huyendo de las trincheras: sentado en la línea del tren pensó que un día volvería a tener raíces. Se lo decía con los puños cerrados porque le preocupaba sentir dolor por largo tiempo. Mi padre me dejó su pedazo de tierra y partió: imagino la melodía celta que lo recibió a las puertas del cielo. Había tenido varias mujeres y familias en estos parajes: indias, paisanas, ajenas. Pero mi padre nunca fue un pecador, nunca fue egoísta ni disparó a quien no le hiciera daño. Pobló su tierra y vendió toda la leche. Yo, por ser el primogénito y el más rubio, heredé la mayor parte. Pero ella quiso volver al mar y yo fui tras de ella. Debí saberlo desde el principio. Yo ya estaba viejo y ella era chamisa. Debía saber que sería malo correr detrás de una mujer llamada Amalia.

Fue bastante sencillo llevármela a mi lado. Eran tiempos difíciles. El padre de Amalia era enemigo de Estrada. Eso no tenía claroscuros: al hombre se lo llevaron una noche y lo mandaron a Guasina. Ella era la más joven. Ahora sus hermanas han muerto y ella está tan sola, llorando discretamente es una esquina del cuarto mientras las mujeres tratan de traerla al ruedo. Pasaron demasiadas noches antes de que ella pudiera darme un hijo. Incontables rituales, numerosas pócimas y rezos. Pero todos lo sabíamos. “Amalia” significa “ternura” y “debilidad”. Es verdad que los griegos lo sabían todo. El chacal de Güiria se llevó a aquel padre que pudo haberlo evitado. Tal vez no. Yo tenía tierras y podía comprarle vestidos. Yo era fuerte. ¿Cómo iban a negármela? Pude tener cualquier hembra: parirme un hijo hubiese sido el privilegio de muchas en estos predios. Pero Amalia se me metió por dentro y me llevó al mar. No confíes en la mujer del mar, me dijo mi padre alguna vez. Él había perdido la cabeza por las mujeres que se iban a refrescar en la bahía de Pozuelos, y de niño, una vez en Ballycastle durante unas vacaciones familiares, había perdido el sentido debajo de un mesón en una agreste taberna: las mujeres del lugar reposaban la timidez veraniega con níveas faldas y olores ácidos que se meterían en su corazón para siempre. Eran mujeres doradas con tetas de canela y grietas melosas. Indias o celtas, es lo de menos. Se les podía chupar y apretar sin medias tintas: buenas bestias domesticadas, sólo gemían como animales si se lo pedías con un por favor. De resto, gemían bajito, como agradecidas. Pero ninguna me dio un hijo. Ninguna fue la elegida hasta que recogí a Amalia en las Fiestas del Mono. Fui a su casa la misma noche que la Seguridad Nacional acudió al encargo. Abelardo Guanipa, el padre de la mujer que había escogido para mis años finales, fue llevado con una capucha en la cabeza. Los crímenes que se le imputaban eran vagos: difamación, lascivia pública, proselitismo, contrabando. Aquello parecía una historieta: sólo faltaba el místico héroe de capa y antifaz que nos rescatara del circo dialéctico. Días atrás un hombre había sido ajusticiado a planazos porque lo consiguieron robando cigarrillos, mientras que al padre de mi mujer lo buscaban por haberse reunido con unos adecos que planeaban una revuelta oriental. Alexander lloraba en la línea del tren porque unos soldados habían violado a su madre y a su hermana, los mismos que lo obligaron a enlistarse para defender la causa de los aliados. No eran los enemigos, como Amalia, a quien pregunto en esta mañana sepia para qué vino a mi vida si debo hacer estas cosas, si dedo tomar este puñado de arroz de dónde debo escoger dos granos, los más bonitos acaso. Pero decía, fue la causa quien rompió las cosas que él consideraba puras. Es curioso, ahora que lo pienso tras los años y el calor. Uno va por la vida deseando penetrar en la intimidad de las mujeres. En el fondo, todos somos un soldado con una sola causa. La conquista de la santa hendidura. Nos enseñan que toda mujer guarda algo sagrado en su cuerpo, y que nosotros, soldados del ángel caído, no podemos permitir que esa ciencia misteriosa se propague como una enfermedad: es menester que la mujer se vuelva terrestre y se baje del pedestal donde le vendan los ojos y la obligan a llevar una balanza en la mano. Pero por alguna razón esperamos que nuestra madre o hermana sean inmunes al designio. Mi padre estaba solo en la línea del tren y ya no tenía de qué ufanarse. Si alguien se hubiera sentado a su lado a contar monedas de oro o a llevar a cabo el inventario de la gente que lo quería, Alexander se hubiese cortado el cuello. Mi padre se llamó Alexander al principio. No tenía tierras. Ni vacas ni hembras sagradas que defender de otros soldados. Por eso se fue caminando. Lento y amarrando el llanto al interior de su bóveda, y no se detuvo hasta que llegó a un puerto y ahí no se detuvo hasta que zarpó. Gracias al buen Dios, no debo contar que robó a nadie. Quizás bebió de donde no debía, pero el pedazo de tierra que me heredó y que yo cuidé desde la distancia fue producto de su honrada mano. Al llegar aquí, le cambiaron el nombre en el registro civil.

Ha de ser algo antiguo que uno no pueda mentirle a sus mayores. Después el Chacal de Güiria se llevó al padre de mi mujer y ella quedó sola en el mundo. Amalia me dijo que sí esa misma noche. Había mandado a llamar por mí, mientras su madre se rasgaba el vestido y sus hermanas pedían clemencia a los santos. Una vez que La Chota tocaba a la puerta el aire hervía. Humeante el frío y la duda, Amalia comprendió que decirme que sí sería su único resguardo. Esa misma noche me la llevé. Y luego me arrastró al mar, a una casita que mandó a pintar de blanco. Era una niña cuando le di un beso. Era una canción de cuna cuando me devolvió el beso desde el fondo de su vientre. Al principio se ponía a llorar, se resistía, me golpeaba con azotes ingenuos que luego se convirtieron en el signo de un amor profuso. Pero como decía mi padre, había que tenerle cuidado a esas mujeres que gemían en voz baja, como buenas bestias domesticadas: son esas las mujeres que te amarran para siempre. Te convierten en un faro. Y ellas, en la ancha bahía. Pero no es verdad. No eres más que el perro de un fantasma y los fantasmas son lo único que duran para siempre, aunque la vida sea breve y la eternidad encalle en otro lado. Es lo único bueno de estar tan viejo, se puede hablar de lo eterno sin sonar pretencioso. Pero hubiese preferido en el fondo a cualquier otra, una de ésas que por costumbre la parían un hijo al patrón para siempre merecer sus favores: unos vestidos, maquillajes, zapatos, cualquier cosa de colores y aromas exóticos, cualquier cosa que pareciera una promesa de monarquía.


Al principio ella se sentaba a mis pies. Decía que contaba buenas historias. Eso también se lo debía a Alexander, que procuró que su hijo mayor leyera más de la cuenta. Amalia decía que era bueno para su corazón cuando yo le contaba de las sirenas que amamantaron a mi padre. Ella se reía y miraba por la ventana, imaginando por encima de la bruma de su mar, el mar que Alexander dejó tras de sí. El mar de aquella infancia con mujeres perfumadas que forjaron su interior con la bruma de hierro y los campos inextinguibles. Un hombre puede contar historias toda su vida. Incluso puede dedicarse a ello como quien se dedica a labrar la tierra o a hacer panes. Pero cuente lo que cuente, no importa, nunca será igual. Contar historias a una mujer no es lo mismo que contar historias al resto de los hombres. El héroe que escribes para tu mujer debe ser como tú. Esas historias deben traerle a un héroe grácil que necesite volver a casa, aun si naufraga en la isla del placer perpetuo. En cambio, las historias que contamos a nuestros hijos deben revelar a un héroe sin amagos de fragilidad: lo que no sea valentía y heroísmo está velado para nuestros infantes. El héroe siempre triunfa, se queda con la mujer más hermosa y derrota a los enemigos sin un ápice de duda. Nunca le podríamos decir a un niño amado que tememos por él y por su madre, que a veces tememos corrompernos en el trayecto. Tampoco podemos decirle que hemos dejado de temer por su madre y que allá lejos otras pieles nos invitan a que nos juguemos el pellejo, sin importar si finalmente nos hemos convertido en corruptos amasijos. Nunca confíes en la mujer que te deja asistir, silenciosa, a la conquista de otros mundos. Yo pensaba que Amalia sería pequeña toda la vida, encargada del bordado y de las olas del mar, siempre jovial en las mañanas o melancólica cuando era menester recordar a su padre abducido por un peldaño de la historia. Nunca debí confiar en su inocencia. Ella se sentaba a mis pies con la más vaporosa de sus batas y el cabello trenzado: escuchaba la historia del gigante que devoró a sus descendientes y con la mano en el pecho me miraba desde la alfombra, con esa mueca que invitaba a la compasión, pero también al agravio. Mi mujer era una monarca caribe que domesticaba pirañas. Cuánto les gusta que las crean misteriosas, a pesar de su elaborada candidez. Pero, ¿queda misterio en ellas después de verlas parir? Para eso vinieron al mundo. Nos llevan nueve meses dentro, nos alimentan y nos miran, a veces creen que nos pueden decir qué hacer con el tiempo. Aunque uno esté lejos teniendo sueños heroicos, matando y gimiendo para no caer como la fruta podrida, siempre hay una que sabe demasiado y calla, una a la que valdría la pena ahorcar de un árbol para recordarles lo que no deben hacer.

Pero tal vez en Amalia sí haya un recodo final de misterio: con esa palabra ancestral decimos que una mujer de golpe se ha alzado con el poder. Por eso desde aquel Cirilo hasta acá se han matado a tantas mujeres por brujas. Nuestro hijo se apresuró y ella no quiso ir al hospital. Con la partera bastaría. Con la anciana comadrona que solía poner estampitas de José Gregorio Hernández debajo de la mujer cuando el niño venía mal atravesado. Yo dejé que Amalia hiciera su voluntad. Por veinte años ella había seguido la mía. Por veinte años había lavado mis camisas mientras yo bebía de su juventud agreste. Nunca le pregunté si era feliz. Creo que debí preguntárselo, porque hay mujeres que no dicen nada si uno no se lo pregunta, como si en el fondo ellas mismas labraran la estaca que uno va a clavarles. Yo no sé. Hay mujeres que nacen para desolarle los puertos a cualquiera.

El niño nació muerto anoche, mientras el mar bramaba con sus musas ariscas. Cuando el amor llega así de esa manera uno no se da ni cuenta. La radio amasa esta mañana desvencijada, sepia, un mar que pretende la cenicienta calma de otros santos lugares. Amalia cargó al niño y lo dejó caer. Ave María purísima, dijeron las mujeres que sacaban las sábanas bañadas de fluidos. El niño se ahorcó, porque quería ser un dios nórdico, no sé, quizás por una antigua venganza en mi contra: yo le había robado a su joven madre. La mujer que lo recibiría ya no guardaba lozanía en el pecho. Yo me lo había bebido todo. Me había robado la leche de todas sus hendiduras. Ahora ella está en la esquina del cuarto, terminando de sangrar con un llanto silente, un llanto que me recuerda mucho a sus primeros gemidos en mi lecho. No debí quedarme con algo así. Ahora debo vestir al niño, como reza la tradición. A la templanza la pintan como un ángel circunspecto, terrible: eso lo dijo un poeta, pero antes ya lo habían dicho las viejas de estos puertos, inmutables ante la llegada de un niño como éste. Debo vestirlo de blanco y decir las palabras necesarias porque su madre no puede levantase para decir bendición alguna. Y lo más importante, como nos enseñaron a tiempo: debo ponerle los granos de arroz en los párpados. Es la única forma de que baje a la fosa con los ojos bien abiertos, para que no se extravíe en busca de las alas que ganó para sí. Era un varón. Me hubiese gustado contarle que su abuelo veía sirenas en el norte a pesar de la nieve. Contarle que no había nada malo en saber que la eternidad siempre estaba en otra parte.



(Cartas: La Temperanza, La Estrella, La Justicia)

Retratos literarios

Luis Guillermo Franquiz



La mirada del fotógrafo se paseó por la fachada de la inusual vivienda. Contó los pisos. Detalló la pintura descascarada en algunas esquinas. Presionó el botón del timbre antes de volver a concentrarse en su pesquisa visual. Un muchacho moreno se asomó entre las rejas del garaje. El fotógrafo se acercó para dar su nombre. El chico sonrió mientras abría la puerta enrejada.

―Qué tal ―dijo Lorenzo―. ¿Llego muy temprano?
―No, vale. Para nada. Pasa, pasa. Te estábamos esperando.
―¿Tú eres Santiago?

El muchacho asintió antes de indicarle unos escalones en la parte lateral de la edificación. El fotógrafo se acomodó mejor el bolso que llevaba en la espalda y siguió los pasos que lo precedieron hasta el interior. En el primer piso quedaba la sala. Una habitación poco iluminada, recargada de objetos pequeños y grandes cuadros en las paredes. Una alfombra oscura cubría la mitad del suelo. Santiago volvió a sonreír antes de indicar con un gesto al otro muchacho, sentado en un sofá, que acariciaba el lomo de un gato gris. Dijo:

―Éste es Luis Alfredo, el otro poeta.

Lorenzo saludó con un movimiento de cabeza. Paseó la mirada sobre las paredes, las cortinas, el pesado mobiliario. Se quitó el bolso de la espalda y buscó la superficie más cercana para sacar sus cámaras y lentes. Santiago se mantuvo cerca, erecto en medio de la sala, los brazos cruzados sobre el pecho; de vez en cuando lanzaba rápidas miradas a su amigo y reprimía una sonrisa. Luego, en mitad de un silencio, mientras Lorenzo encendía y probaba su cámara, Santiago rompió a reír. Fue una risa breve, tosca, que finalizó tan rápido como se iniciara.

―Chamo, disculpa ―dijo tras calmarse―. Es que esta vaina es burda de incómoda, ¿sabes? A mí no me gusta que me tomen fotos.
―Tranquilo, viejo ―dijo Lorenzo levantando la mirada―. Yo entiendo. Vamos a intentar varias cosas antes, a ver qué tal, y después decidimos. ¿Te parece? Okey. ¿Quién va primero?
―¿Yo? ―se adelantó el chico moreno―. Es mejor salir de esa vaina rápido. Vamos a la azotea. Ahí tenemos una vista genial del Ávila. Puedes trabajar con eso, si es que la editorial no tiene otra cosa en mente.

Santiago y el fotógrafo avanzaron en silencio. Luis Alfredo se incorporó para seguirlos, con el gato en brazos. Una anciana se asomó detrás de una de las puertas para preguntar qué pasaba. Había escuchado el timbre.

―No pasa nada, Antonia. Vino un fotógrafo para retratarnos. Es por el asunto de los libros. Las fotos que irán en el libro.

El gato saltó antes de que la anciana echara una última mirada al muchacho para volver a la cocina. Ella desapareció con los labios apretados, un débil movimiento de la cabeza, una idea fija en la mente; pero prefirió ocuparse de las verduras, el asunto del almuerzo, un rezo apresurado conforme sus dedos se aferraban en torno al mango del cuchillo. Luis Alfredo se quedó con la mano cerrada sobre la baranda de la escalera, la vista fija sobre la puerta; luego se quitó los lentes y limpió los cristales con la tela de su franela. Alzó la cabeza para escuchar algo, parte de la conversación de los otros, pero no oyó nada. Volvió a ponerse los lentes y después comenzó a subir con calma, apretando la baranda desgastada que acompañaba el ascenso hasta la azotea.


―¿Puedes ponerte aquí? ―dijo Lorenzo. Mantuvo la cámara cerca del mentón.
―¿Con qué cámara trabajas? ¿Es una Nikon D3? Yo también hago fotografías, pero me gusta trabajar con mi Canon 2D.

El fotógrafo respondió de buena manera. Algo en los gestos de Santiago le indicó que el chico aún no se acostumbraba al lente que lo acusaba. Decidió llevar la sesión con calma, establecer un diálogo de acercamiento con su objetivo. Muchas horas de trabajo previo le permitieron adivinar la incomodidad del retratado. Decidió preguntarle sobre su trabajo narrativo, lo que escribía. Santiago le contó acerca de sus poemas, la necesidad de expresar lo inconforme que se sentía a través de las estrofas que elaboraba con afán. Mientras buscaba una posición cómoda, sus dedos hurgaron dentro del morral que había llevado colgando. Sacó una bolsa de papel marrón, un estuche de metal; muy pronto tuvo el pitillo encendido, algunas caladas. Preguntó al fotógrafo si le molestaba el vicio: era para relajarse.

―Perfecto. ¿Puedes mover la cara hacia tu derecha?

Lorenzo intuyó que el fondo luminoso de la pared serviría de marco ideal para la piel oscura del muchacho, resaltando la mirada, el tono de sus movimientos. Santiago habló sobre el vacío, la vacuidad de la existencia, la nada; así que el fotógrafo quiso jugar con esos elementos, retratarlo con un marco neutro, indefinido, abierto, bajo el sol. El poeta siguió hablando sobre la labor creativa, lo que estimulaba su escritura, conforme la punta encendida se acercaba a sus labios gruesos; Lorenzo se limitó a asentir en diferentes oportunidades y adivinar los momentos exactos en que debía capturar los gestos, las pausas, la mirada melancólica que se filtró hasta la superficie de la azotea. Porque la fotografía era un arte preciso, milimétrico; casi como un cazador que espera a que la presa demuestra su lado vulnerable, el costado flaco donde chocará el flash.

―¿Qué te parece si me monto en el tanque? ―dijo el poeta con media sonrisa.
―Fino, men. Lo que tú prefieras. Vamos a probar.

Lorenzo fluyó esperando conseguir una buena toma. Lo observó maniobrar por la estrecha escalera, quedar en el borde, erguido, sobre el mundo. El fotógrafo pensó que era probable que Santiago se sintiera incómodo ante su lente debido a la interpretación de las fotos, porque el resultado final lo mostraba tal y como lo veían los demás, no como se veía a sí mismo. El perfil oscuro del muchacho quedó recortado contra el cielo libre de nubes y Lorenzo se apresuró a obtener diferentes imágenes, juegos con la luz, el vacío sobre sus cabezas, un contrapunteo visual con las frases que el poeta soltaba de vez en cuando.

―Okey. Quédate así. No te muevas ―pidió el fotógrafo. Dio un par de pasos hacia atrás para ampliar la perspectiva, volteó la cara para ver dónde pisaba y tropezó con las pupilas fijas de Luis Alfredo. Sus ojos miraban sin pestañear, detrás de los lentes, las manos en los bolsillos del pantalón, los labios en una sola línea casi invisible. Lorenzo saludó con un gesto del mentón y se concentró en Santiago, sentado en el borde, las piernas sobre el vacío, el cielo azul sobre su cabello encrespado. De pronto le vino la idea: “Este tipo está frito. Súper tostado”. Pero no lo dijo. Creyó que sería poco amable llamar a su cliente un desquiciado, un loco de carretera. Lo único que necesitaba era tomar las fotos; después trabajaría con el otro muchacho, el pálido, y podría irse a casa, a trabajar en su computadora. Recordó que había de todo, para todos los gustos, y que en el fondo disfrutaba con la variedad de tomas.

―Chamo ―interrumpió Santiago―. ¿Y si me guindo de la antena?

Sólo después de haber intentado diferentes ángulos, Lorenzo entendió que Luis Alfredo personificaba un reto fotográfico. El muchacho colaboraba muy poco, apenas hablaba y había definido su obra como un pasticho intelectual y político. Nada de esto ayudaba a visualizar una idea precisa para enmarcarlo. Lorenzo no cayó en la frustración, hizo todo lo contrario: saltó hacia delante.

―Ya va, panita. Vamos a tratar con otra cosa, ¿te parece?

Antes, con Santiago, jugó con la piel oscura del poeta, sus matices pardos; entonces quiso darle la vuelta al concepto y atreverse a eclipsar la palidez de Luis Alfredo. Lo retrató abajo, junto a las escaleras, en un rincón poco iluminado para que resplandeciera su mirada y la tonalidad lechosa de sus miembros. Aún así, todo lo que obtenía eran tomas planas, lineales, repetidas. Detrás del muchacho, por encima de su hombro izquierdo, colgaba un retrato religioso: una madonna con un niño bermejo. Algo en la imagen hizo que Lorenzo asociara a Luis Alfredo con un monje italiano, parco, anciano, hierático; quizás porque también era calvo, tal vez debido a la incipiente barba dorada que manchaba su mandíbula. Se esmeró en buscar la comodidad del escritor, su permeabilidad, pero todo intento fue infructuoso. Parece la religiosidad en pasta, se dijo.

Unos pasos más allá, junto al marco de la puerta, Santiago hablaba y ofrecía sugerencias, posturas, encuadres. El fotógrafo asentía, sin prestar mucha atención; Luis Alfredo lo miraba de vez en cuando, esforzándose por colaborar, consciente de que todo amenazaba con salir mal, y eso lo ponía más nervioso. Aún así, todo lo que conseguía era un envaramiento mucho mayor. Lorenzo quiso que se atreviera a jugar con las poses, ensayara otra cosa, un toque espontáneo; pero nada funcionaba. Santiago intervino:

―Chamo, intenta otra vaina ―dijo―. Pon cara de loco. Suéltate.

Lorenzo tomó una decisión sobre la marcha. Si no podía vencer lo que él llamaba la rigidez eclesiástica del muchacho, lo empujaría hacia el otro extremo. Le molestaba la postura inflexible, monacal, como una estatua de mármol en medio del Vaticano. Si no puedo empujarla, entonces la fracturo, pensó. Le pidió al poeta que se moviera, intentarían en otro sitio. Lorenzo deambuló como si fuera el dueño de la casa, el amo de aquel torreón peculiar alzado en medio de la ciudad. Más allá de la cocina, en la puerta que daba a un patio interno, halló lo que buscaba. Un par de ventanas rotas, con la tela metálica desgastada, deshilachada en varias partes.

―Ven ―pidió el fotógrafo―. Ponte detrás de la ventana, mírame.

Luis Alfredo apenas se movió. Quiso saber el porqué del sitio. Especuló que podría incomodarle el resultado final, pues su rostro saldría fraccionado, incompleto. El fotógrafo sonrió internamente, queriendo aplaudir el esfuerzo del poeta, la luz para ver más allá de lo evidente. Por supuesto que saldría fragmentado, pero así era como deseaba retratarlo: ajeno a las normas, vivo, una imagen poco cónsona con su naturaleza papal. Si con Santiago tuvo que mantener la correa corta, con Luis Alfredo pensaba azuzar a la bestia que intuía se agazapaba debajo de la sotana emocional y los gestos de marfil.

―No sé ―dijo Luis Alfredo―. ¿No podemos hacer otra cosa, en otro sitio?
―Tranquilo, panita ―dijo el fotógrafo―. Confía en mí. Da la vuelta y mírame.

La mirada que le devolvió el poeta fue intensa, incómoda, casi violenta; pero Lorenzo se aprovechó de esas respuestas para hurgar más en el fondo. Creyó ver el contorno de una sombra adherida a la piel pálida, entre los lentes y las pestañas, serpenteando entre la ventana rota y la figura del muchacho. Como con Santiago antes, Lorenzo percibió a través del lente que Luis Alfredo no se mostraba tal y como era, que se esforzaba en ocultar algo. Su intuición le susurró acerca de una naturaleza agresiva-pasiva, un encubrimiento que minaba sus fuerzas reales. Se fijó que buscaba con los ojos a Santiago, quizás queriendo mirar sus palabras incoherentes para mayor seguridad; pero el otro poeta había desaparecido, tal vez en busca de la mochila y su orgánico contenido. Lorenzo disparó la cámara, seguro del contraste logrado.

―Arrímate un poco hacia la izquierda, pana. Así. Ahora mírame.


Las manos de Lorenzo se movieron con cuidado, colocando cada lente en su estuche y la cámara en otro compartimiento aparte. Preguntó sobre la historia del edificio, la originalidad de su estrecha construcción. Santiago le contó que sus padres habían comprado la parte de abajo en los años 60 y se instalaron allí. Los pisos superiores estaban ocupados por un español ladilla que jodió bastante antes de acceder a venderles su parte. Al final pudieron organizarse en aquel estrecho torreón, repartiéndose entre los cuatro pisos de la edificación.

―¿Te importa si saco otras fotos? ―dijo Lorenzo.

Santiago encogió los hombros antes de negar con la cabeza. Acariciaba con descuido la espalda del gato gris recostado junto a él. Luis Alfredo estaba sentado al otro lado del sofá, junto a la mochila, mirando alternativamente a su amigo, al fotógrafo y al gato. Santiago preguntó el porqué de su gusto por la torre si era un fastidio tener que subir y bajar escaleras varias veces al día. Además, todo era muy estrecho y encerrado; a excepción de la azotea y el estudio de su padre, también arriba. Le tocó el turno al fotógrafo para encogerse de hombros. Sonrió.

―No sé ―dijo Lorenzo―. Me llama la atención la estructura, el modelo de su arquitectura. Es un edificio arrecho. Es la primera vez que veo una vaina así, en medio de Caracas, y créeme que he visto vainas raras; pero tu casa es de pinga, panita. Me gusta.
―Múdate, pues.

Pero Lorenzo prefirió obviar el comentario de Santiago y merodear por las escaleras, los otros pisos, buscando rincones especiales, juegos de luz, puntos inesperados para capturar con su lente. Alcanzó la parte más baja, un improvisado estudio de pintura. Le agradó la policromía que colgaba de las paredes en contraste con la luminosidad que se filtraba por las ventanas rectangulares. Desde arriba llegó la voz pastosa de Santiago, llamando a la sirvienta:

-Antonia. ¡Antonia! Trae limonada, por fa.


El sonido de la música lo incitó a subir las escaleras. Las notas provenían del último piso, de la azotea, de una habitación contigua. Kind of Blue, de Miles Davis. Lorenzo se detuvo frente a una puerta doble, madera clara, con una de las hojas entreabierta. Apoyó los dedos y empujó con cuidado. Las notas musicales se intensificaron. Se concentró en los dos cuerpos que forcejeaban junto a un escritorio grande: Santiago sobre la espalda de Luis Alfredo, los gemidos apenas audibles; la cámara del fotógrafo se detuvo a medio camino, dejando que la escena se desarrollara un poco más. Detalló las dos formas imbricadas, la piel oscura derritiéndose sobre la pálida, manchándola, como chocolate vertido sobre vainilla. La oscuridad devorando la luz. Los roles cruzados: El loco de rodillas, no rezando; y el monje enloquecido, la cara contra el piso, mordiéndose los nudillos. Uno apoyándose en el otro. Debió habérselo imaginado. Era obvio que se complementaban, más de lo que hubiese supuesto. Lorenzo se quedó inmóvil, ambivalente, indeciso de aprovechar las posturas y obtener nuevas imágenes. Algo en la superposición de las pieles le atrajo por el contraste, el frenesí de los músculos, la postura de los brazos. Escuchó que Santiago elevaba un poco la voz:

―Relájate, men. Relájate para que no te duela.

Su compañero respondió separando más las piernas. Lorenzo fijó el objetivo y sacó varias instantáneas, sin flash, tan rápido como pudo. Se sintió ajeno y partícipe a un mismo tiempo. Calculó una última toma antes de retirarse, pero la mirada de Santiago, viéndolo por encima de su hombro, lo detuvo. La boca del poeta se torció en una mueca que podía ser una sonrisa. Luis Alfredo se quejó. El fotógrafo tomó la imagen final, previa al desahogo, en medio de “Blue in Green”.

La vieja Antonia terminó de picar el cebollín con la maestría de años de práctica. Su vista se alzó al techo de la cocina, segura de lo que sucedía tres pisos más arriba. Cada vez que sonaba esa música era lo mismo. Apretó los labios. Si los señores supieran lo que hace el hijo, tan sinvergüenza. Y ahora con un fotógrafo. Bien bonito, pues. Pero eso no era su problema; ella se limitaba a cocinar, limpiar un poco, rezar cada vez más, porque estaba segura de que aquello era una ofensa a las leyes divinas. Se lavó las manos en el fregador, murmurando otra plegaria, meneando la cabeza, rogando que el Señor no enviara un rayo purificador y los destruyera a todos por igual. Ave María Purísima, sin pecado concebida.




(Cartas: El Loco, El Sacerdote, La Torre)

Habemus Papa

José Urriola


Nosotros llegamos fue en la segunda expedición. Claro, mi amor, en la segunda, la primera fue aquella que estalló por los aires, justo encima del Ávila, la noche del 31 de diciembre del 2027. Ay, qué dolor me dio, chica, yo creo que tú estarías muy chiquita y ni te acuerdas, pero aquello hizo ¡PUM! Y la gente juraba que era un fuego artificial, un tumbarranchos, sólo que más grande que los demás; pero nosotros sabíamos que no, que eran ellos, que no habían logrado salir ni siquiera de la atmósfera venezolana. Y que eso les pasaba por estar armando el cohete con materiales rusos y chinos, que sí, claro que salen más baratos, pero lo barato sale caro, cariño, carísimo, sobre todo si la vida de uno y la de los niños está en riesgo. Nosotros nos tardamos diez años más pero fue porque compramos por partes el cohete, de contrabando, mi amor, claro, eso estaba prohibido, se lo compramos a unos mafiosos japoneses de esos que se llaman jacuzzis.

Del viaje no me acuerdo, porque yo mareo muchísimo hasta en el carro, imagina tú en un barco o en cohete, así que me tomé dos dramamines con un lexotanil y me los pasé con dos palos de vodka. Y cuando abrí los ojos ya nos estábamos bajando del cohete que había aterrizado en un vallecito precioso y Miguel Roberto Antonio, mi hijo menor, que siempre fue un genio ese muchacho, dijo: “La llamaremos Neocaracas” y todo el mundo dijo que sí. Al día siguiente los hombres se fueron con sus armas subatómicas y bombardearon la montañota esa que ves allí, mira, que nos quedó igualita al Ávila, porque los caraqueños no nos sentimos en casa si el Ávila no está allí.

Bueno, ya con la montaña puesta fundamos la ciudad y la llamamos Neocaracas, como dijo Miguel Roberto Antonio, pero había que hacerle su constitución y su cosa, y nosotros no queríamos repetir los viejos esquemas, porque imagina tú, la constitución, la última cuando nosotros nos fuimos, tenía como seis mil y pico de artículos y era tres veces del grosor de una Biblia. No, aquello era un espanto. Queríamos una cosa como más anglosajona, ¿sabes?, que tuviera menos artículos que dedos en una mano. Y entonces Miguel Roberto Antonio -Dios me lo bendiga a ese muchacho, ése sí que me salió bueno y no como los otros dos que se quedaron en la Tierra haciendo negocios con el gobierno-, bueno, sigo, él se estaba leyendo a un filósofo gringo que le encantaba y que se llama Cuasimov (sí qué risa, ¿no? casi igualito que el jorobado), y dijo: “yo tengo las tres leyes fundamentales de los neocaraqueños” y las recitó, una a una, las únicas tres leyes que tenemos hasta hoy.

1. Un caraqueño no debe dañar a otro caraqueño o, por su inacción, dejar que un caraqueño sufra daño.
2. Un caraqueño debe cumplir las leyes impuestas por los caraqueños, excepto si estas leyes entran en conflicto con la Primera Ley.
3. Un caraqueño debe proteger su propia existencia, siempre y cuando esta protección no entre en conflicto con la Primera o la Segunda Ley.

La nueva Caracas creció preciosa, una cosa que casi ni nos dábamos cuenta de que quedaba en otro planeta. Era idéntica a la primera, con todas sus virtudes pero ninguno de sus defectos. Con el mismo clima, las mismas arepas, la misma gente, todo chévere, incluso en diciembre movíamos un poquito el termostato nuclear y la poníamos sabrosita, así como en 16 grados, para poder decir que había llegado Pacheco. Te lo juro que todo estaba tranquilo y entonces vino la propuesta de lo del Papa. Y yo estuve de acuerdo, porque yo soy muy católica y la verdad es que tenemos derecho a tener nuestro Papa venezolano que era un sueño de todos. Y alguien salió con que se había traído un pelo del Papa, que a su vez se lo había traído su abuelo del Vaticano hace como 50 años. La verdad es que yo no sé de clonaciones, lo que sí sé es que había un pelo de un Papa polaco en Neocaracas y si lo clonábamos teníamos un Papa igualito pero caraqueño. Y se sometió a votación y éramos trece las jueces (aquí no se puede decir juezas porque es de mal gusto), y seis estuvieron de acuerdo en clonar al Papa y seis en desacuerdo y el voto que faltaba era el mío y yo me hice la señal de la Santa Cruz y voté por el sí.

“Habemus Papa” dijo Miguel Roberto Antonio en ese francés parisino que él tiene.

A mí lo que me extrañó, y te voy a ser sincera, esto te lo digo en grado treinta y tres pero no lo vayas a meter en tu artículo, es que cuando apareció el Papa en la bandeja de salida de la máquina de clonación, el Santo Padre era calvo. O sea, tú me dirás, de dónde salió el pelo para clonarlo.

Pero bueno, era una belleza el viejito, como para darle un mordisco en los cachetes y además transmitía una paz ese hombre, y hablaba como veinte idiomas con acento rarísimo pero espectacular. Para comérselo. Le pusieron su gorrito (el redondito que le cubre la coronilla), su sotana blanca con dorado y le dijeron cierra los ojos para que veas la sorpresota que te tenemos y cuando los abrió allí estaba el Papamóvil. Ay, mija, y la gente lo abrazaba y lo besaba como si hubiera metido un golazo. Mira cómo me pongo, se me pone la piel de gallina de sólo recordarlo. Aquel viejito casi se muere de un infarto de lo contento que estaba, hubiera sido el Papa más breve la historia.


Entonces el Papa se subió al Papamóvil, uno automático que le diseñaron y que él podía controlar con el pensamiento, y comenzó aquel viejito a recorrer toda Caracas mientras saludaba desde arriba y la gente lo aplaudía y le pedía la bendición y él sacaba la manito y les hacía así.

Ay, Dios mío, qué desgracia, qué nos íbamos a imaginar esa tragedia. Porque el Papa subido a su carro, y en medio de la emoción, se fue hacia la Neoavenida Libertador (no vayas ni a nombrar a Bolívar, mi amor, que eso aquí es peor que decir la jueza), se lanzó como a 120 Kph, no se dio cuenta del motorizado y se lo ha llevado por delante. Y lo mató. En seco. El primer asesinato de la historia del mundo ¿Tú puedes creer?

Al Papa le dieron casa por cárcel, por lo de la edad, aunque realmente tenía horas de nacido y realmente tampoco tenía casa. Pero bueno, mientras tanto, por segunda vez en Neocaracas armamos un tribunal de trece jueces y se le hizo un juicio. Fueron seis las que pidieron que se le ejecutara con la pena capital y las otras seis lo declararon inocente (yo creo que, sobre todo, porque una no puede ir al cielo si ha condenado a muerte a un Papa). El voto decisivo sería el mío, otra vez. Y me volví a persignar pero esta vez voté que no. A pesar de las presiones, a pesar de que todo el mundo me estaba respirando en la nuca para que mandara al Papa a la horca o al paredón o a la inyección letal; a pesar, inclusive, de que el mismo Miguel Roberto Antonio me dijo: “Mami, ese hombre acaba de violar la primera y más importantes de las tres leyes: ningún caraqueño puede hacer daño a otro o permitir, por inacción, que otro caraqueño resulte dañado”. Pero ni con eso cambié de opinión. Me mantuve firme. Yo me decía: “Señor, dame fortaleza, dame fuerzas para resistir”. Y la tuve.

Ahora el Papa anda suelto pero a pie, porque le decomisaron el Papamóvil, eso sí. Y la gente me voltea la cara y me miran con ese odio y hasta andan diciendo que esto se va a convertir en una ciudad sin ley, en una cosa igualita a la que dejamos atrás, llena de malandros y de hampones y de delincuentes. Que Caracas volverá a ser lo que fue, por mi culpa.

Y yo te digo algo, cariño, menos mal. En el fondo me alegra. Bien hecho. Porque ya yo me estaba hartando de toda esta perfección y este aburrimiento y todo este teatro de una cosa que los caraqueños no somos. Y te digo más, algún día todos estos ingratos me lo agradecerán; me van a pedir perdón y a levantar una estatua. Y nombrarán una urbanización de las del Este con mi nombre.



(Cartas: El Papa, El Carruaje, La Fuerza)

El sol se pone dos veces

José Javier Rojas



(Hojas sueltas del guión de The Sun Only Sets Twice, tal como fue encontrado en un asilo tras una expropiación)

Sinopsis:
Clint Eastwood interpreta a un documentalista anciano, profesor retirado de Teoría del Cine de UCLA. El profesor vive en Carmel, y ha decidido lanzarse como candidato a aguacil de dicha localidad. Su hija Harriet trabaja en la Unidad de Narcóticos del Departamento de Policía de San Francisco. Están distanciados porque mientras el profesor apoya el uso terapéutico de la marihuana puesto que él mismo padece de cáncer, su hija es conservadora de línea dura y favorece la guerra sin cuartel ni matices contra la droga. En una visita a SF para hacer las paces con Harriet, el profesor filma sin darse cuenta al compañero de su hija recibiendo pago de protección de manos de un notorio traficante.

INTERIORES. NOCHE. CASA DEL PROFESOR.

HARRIET (enfática, pone en manos de su padre un arma cargada mientras las mantienes asidas)
Papá, por lo que más quieras, acepta la pistola. Esta gente no se está con delicadezas. Sé muy bien de lo que son capaces, ¡demonios!, si lo sabes tan bien como yo. Ahora que el negativo ha sido destruido, eres el único testigo que vincula a Walter con El Papo. Ya no puedo confiar en nadie del Departamento. Viste lo que pasó cuando lo denunciamos. Escapamos por los pelos.

EL PROFESOR (la mira con una sonrisa triste y se libra lentamente, toma la pistola y la pone encima de la cómoda con un respingo)
Sabes lo que pienso acerca de las armas. Me estoy lanzando acá a un cargo con una plataforma que busca el control estricto y el desarme total de la población. Las armas son juguetes para jugar a indios y vaqueros con la muerte. Ese juego siempre tiene el mismo resultado: siempre pierden los indios. Y los indios siempre somos nosotros.

HARRIET
No me vengas con las mismas historias que me contabas de niña.

EL PROFESOR
Es que así es porque sí es, de hecho, la misma historia, ¿qué le vamos a hacer? Si seguir armándonos hasta los dientes no nos ha dado resultado hasta la fecha, pues es hora de buscar alternativas, por contraintuitivas que parezcan.
(Se deja caer pesadamente en el sillón y empieza a servir dos tragos en vasos cortos, toma un sorbo, agrega un poco más al suyo y luego le alcanza el trago a su hija)
Es la historia de los pioneros y su paranoia contra los indios primero, y los forasteros después. Ni antes ni ahora hemos dejado de matarnos, entre otras cosas, porque siempre ha sido una salida muy a la mano, una solución muy conveniente a cualquier problema. Si tenemos una disputa, sabemos que tarde o temprano una bala le pondrá punto final. Mientras más balas estén disponibles, mayor será la tentación de usarlas. Estaba muy orgulloso de ti el día que entraste en la Academia de Policía. Pensé que estabas ayudando a salir a este mundo de locos de esa lógica infernal.

HARRIET (todavía de pie, se toma el trago fondo blanco, manotea la botella y se sirve ella misma derramando un poco en la alfombra)
Eres un hippie irredento, papá. Sigues acá, en la casa que te dejó la abuela, oyendo tus discos viejos de jazz, fumando monte, seduciendo turistas con el manido truquito de la filmadora de Súper 8 y montando el tinglado del proyector con los documentales que hiciste hace mil años en el Amazonas para pasarte por las armas a las bobaliconas de tus alumnas. Seguro que echas ese cuentico mientras jugueteas con sus tetas siliconadas y recuperas el aliento entre los asaltos, ¿no?

EL PROFESOR (poniendo cara de Clint Eastwood, mastica las palabras)
Hija, respeta.
(Pausa larga mientras sostiene la mirada)
Ya transferí los documentales a DVD.
(Harriet y el profesor estallan simultáneamente en una carcajada. Se abrazan).

CORTE A:
EXTERIORES. NOCHE. CARRETERA A CARMEL.


DISOLVENCIA A:
INTERIOR DEL CARRO DE WALTER Y EL PAPO.

EL PAPO
Cada vez que manejo de noche me provoca escuchar a Angelo Badalamenti.
(Empieza a sonar la banda sonora de Lost Highway en el vehículo)

WALTER (volteando los ojos y meneando la cabeza)
¿Será posible? ¿Hasta cuándo David Lynch? No me lo creo. De todos los narcos del mundo, me tenía que tocar a mí el único intenso.

EL PAPO
Dale gracias a Dios que no me da por hablarte de Jodorowski, güevón.

WALTER
Dale pata, que se nos muere de viejo el testigo al paso que vamos.

CORTE A:
INTERIORES. NOCHE. CASA DEL PROFESOR.

(Padre e hija están sentados a la mesa, ya llevan la botella por el último tercio)

EL PROFESOR
Entonces, así son las cosas.

HARRIET
¿Es en serio? Mira, bien reza el adagio: “Se puede más con una pistola y una sonrisa que solo con una sonrisa”. Es de locos que vayas a defenderte contra unos criminales a punta de argumentos y buenos modales.

EL PROFESOR
Es que estás atrapada en el falso dilema de la derecha armamentista endógena: “Entre vivir con miedo y desarmado, es mejor vivir armado”. No, querida hija, entre vivir con miedo, o armado, la solución es vivir sin miedo. Punto. Los que tienen armas están igual de cagados, y encima están armados. Las armas son inventos del demonio, y todos los que las usan son, sin excepción, sus emisarios.

HARRIET
No se puede ser más papista que el Papa, papá.

EL PAPO (entrando como si tal cosa, encañona a Harriet)
¿Perdón? ¿Es conmigo la cosa?



(Cartas: El Diablo, El Papa, La Papisa)

El Colgado, El Enamorado, La Fuerza

Yoyiana Ahumada



TIRADA EN FORMA DE CRUZ - EL COLGADO
—El arcano Mayor número doce representa el sacrificio— espetó buscando la mejor y menos dolorosa de las explicaciones.

Cuando esa mujer puso su mano en mi corazón olvidé todos los sueños anteriores. Esos dedos en una mano huesuda vestida de anillos misteriosos me estremecían cada vez que era mi turno para revelar. Nunca pudo terminar de explicarme porque aquel, el del anular, el que me sostuvo por horas —así lo sentí— tenía un compartimiento secreto. Para el veneno supuse, pero nunca obtuve fe de ello.

Esos dedos, el anular y el medio, nunca el dedo de Dios, “para no determinar el destino del consultante”, decía una y otra vez en cada tirada en forma de cruz.

Al colgarse de las ramas del mundo, Odín estaba llevando a cabo un rito mágico. Su propósito era el propio rejuvenecimiento…

Este, el tercero en la jornada de hoy, no entiende de eso, del tarot ni sabe dónde queda Marsella, ni siquiera sabe de sí mismo. Mis manos, amarradas, sujetan las suyas. Preso está en una red invisible, no quiere renunciar a las certezas que aprisionan su vida.

—No es fácil eso de oscilar entre ambos mundos, el interior y el circundante, el logos y la sabiduría. Sosteniendo sobre cualquier soporte donde me han impreso el número 12, marcando un cuatro invertido, pendiendo de un freno, que al revelarse de cara al consultante le dice: “el acto de sacrificio amerita coraje y un acto de fe”. Sacrificio que puede dar frutos o no. El consultante está pasando, o pasará en breve por una dura prueba.

¿Sacrificio? Volver sagrado un acto a través de la renuncia le gritaba mi cara dorada, amarilla, con las manos detrás sosteniendo algo que no quiere mostrar la psique, que no se ha revelado, que no se ha completado ¿Qué escondes allí? Una renuncia, un traspié para tirar hacia delante.

El dedo de la quiromántica Romana me hinca, ya mi estampa luce deslavada. Oscilo, cuelgo, me balanceo y resisto, pero no termino de caer; sería mi muerte, y la posibilidad de transformarme, de transmutar, pero estoy detenido en una gestación que no termina. Soy el consultante en este momento, el hombre no quiere aceptarme dentro de sí, y en la medida que no me recibe, soy un paria, un moñosuelto, un des-pertenecido, un hijo de nadie. Soy el árbol, el assana del yoga, y en mi base que no hace raíz se enrosca una serpiente, la misma del paraíso. Colgado, de un árbol sin hojas, soy purgatorio.

El consultante desnudo, se niega a aceptarme:

—¿De qué habla?

—¡¿Usted atiende a sus sueños?! —repite la cartomántica Romana y sus anillos tintinean mientras hace un birlibirloque con las barajas en busca de algo mejor que decirle a este pobre hombre. —Desprenderse de una piel para vestir otra. Quitarse el peso que lleva encima. ¿No se siente ahogado embutido en ese flux?

El hombre ha enmudecido, quiere seguir adelante pero no avanza, sus pies se han despegado de la tierra y de pronto lo veo hacer una voltereta extraña, se ha colgado del techo, de inmediato su pierna izquierda, la del lado del corazón, la de la sabiduría femenina, se ha cruzado, como en los viejos tiempos cuando demostraba a todos que no estaba ebrio y podía llegar sano y salvo a la casa. Su pregunta ha sido respondida, lo sabe, de su cabeza se desprende un halo amarillo, y su traje rígido de gabardina de lana se ha suavizado en un jubón suelto con unas calzas rojidoradas, sus manos detrás rescatando picardías de otros tiempos. No pregunta, sonríe y mira al vacio. Por fin soy-somos uno. Vamos en camino de completud. Puedo volver a reposar con la cara velada hasta la próxima tirada en cruz.


LOS AMANTES DEBUTANTES

Los amantes
debutantes
empezaron a bailar ayer.
Van girando,
preludiando
la sinfonía del hombre y la mujer


Joan Manuel Serrat


Carta número VI

Afrodita y Hermes, Orfeo y Eurídice, Simón y Manuela, Simone y Jean Paul, mi madre y mi padre, Romeo y Julieta, Servando y Lilita, Marco Antonio y Cleopatra, Cleopatra y Julio César, Diomira y Rodulfo, Lila y José Luis (ADD) (antes del divorcio), Fedor y Tatiana.

Tensión entre los opuestos: él es ying, ella es yang

Lilita: Pero bueno Servando, ¿hasta cuándo vais a estar pegado a ese televisor? ¡Todos los domingos es lo mismo! ¡Ya ni me sacas a pasear ni me compráis flores ni nada!

Servando: ¡Es que para comer en un restaurante con esta pepa e sol, además tu mondonguito me vuelve loco!

Lilita: ¿Me estás diciendo gorda? ¡Yo que me fajo en esa máquina y sudo como el lechón que hace Edelmira tu madre?

Servando: ¿No sois mi gordita linda? ¿La madre de mis cinco muchachos? ¿La piernona?

Lilita: (llorando en estéreo y con aquel calor) ¿Me estáis poniendo la cornamenta? ¡Nunca me habíais dicho piernona!

Él, lo masculino (ardiente, seco y colérico): Azufre, según Trudy Bendayán (ojo, no es la hija de Amador). Ella: Mercurio (femenina, frío, húmedo y flemático). Entonces la Mujer es fuego y el hombre estopa, y viene el diablo y hace el mondongo.

El VI está considerado el número del equilibrio, la reconciliación. Para Pitágoras es el número andrógino. Símbolo del matrimonio. Nada que ver con el delirio que tienen los países ahora de aprobar el matrimonio entre personas de igual sexo. Esta carta encarna la lucha eterna entre los aspectos luminosos y oscuros del ser humano, los revelados y los ocultos.

La explicación de cómo se reconcilian los opuestos y se vuelven un todo. Uno solo, lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre, se debe al siguiente proceso psíquico, donde además intervienen unas sustancias bioquímicas que le quitan toda carga arquetípica al asunto, y que ahora de tanto estudiar el fenómeno del AMOR, se ha llegado a la conclusión de que se produce una suerte de bipolaridad transitoria:

Enamoramiento
A Cleopatra VI Trifena la casaron con su propio hermano que intento darle golpe de Estado y lo logró, tuvo además que pelearse con sus hermanas. La exiliaron a Siria, pero gracias a su unión con Julio César logró recuperar el trono. Tras la muerte de César, cuando Marco Antonio lucha contra los supuestos asesinos —Casio y Marco Bruto— la cita en Tarso (Turquía) para obtener apoyo. Cleo se presenta con las velas púrpura y los remos de plata en una cita presidencial que duró 4 días y sus noches completas, vestida de Afrodita, la diosa griega del Amor. El oficial romano se infatuó y pactaron. Y se enamoraron. Pero estuvieron cuatro años separados, durante los cuales Marco Antonio casose con la hermana del futuro emperador de Roma.


Amor
Cleopatra: “Este hombre huele a campamento de camello, pero si antes este olor me volvía loca y salía a recibirlo agitando las velas y decretaba 4 días de fiesta nacional. ¿Qué me pasa que lo veo tan corriente? ¿Tan igual a todos los oficiales de tropa? ¿Lo estaré dejando de querer?”

“Un apasionado conflictivo enamoramiento es el inicio de un proceso de individuación”. Aquel orgasmo cósmico, de la búsqueda de la mismidad, se alcanza su culmina y desaparece dejándonos en una suerte de “desolación".. Sin ti no podré vivir jamás. Todo se trata del encuentro entre el Animus (masculino) y el Ánima Femenina al “reconocerse” el uno en el otro. Para Cleopatra VI Trifena la proyección de su ánimo positivo sobre Marco Antonio, lo convierte en héroe, salvador, rey, guía espiritual o perfecto amante. Pero cuatro años después aquel olor que erotizó a la reina de Egipto empieza a perturbar las fosas de su prominente órgano nasal.


Simón y Manuela
Si la carta cae de pie: Los amantes debutantes sugieren el principio de una relación, el equilibrio entre los opuestos. El disparo de eros. Decisiones y Elecciones relacionadas con la consulta compartida. Placer sensual. Relación de amor que implica ciertas pruebas. Libertad Emocional. Una relación importante.

De las cartas de Simón a Manuela:

Llegaste de improviso, como siempre. Sonriente. Notoria. Dulce. Eras tú. Te miré. Y la noche fue tuya. Toda. Mis palabras. Mis sonrisas. El viento que respiré y te enviaba en suspiros. El tiempo fue cómplice por el tiempo que alargué el discurso frente al Congreso para verte frente a mí, sin moverte, quieta, mía…

Lila y José Luis (ADD)

Si la carta cae de cabeza: Divorcio seguro. Fracaso ante las pruebas de la vida. Frustración Amorosa. Compulsión Amorosa: carencia de libre albeldrio. Disputas. Cachos. Peleas, devuélveme mi reloj, “yo me quedo con el apartamento”. Inconstancias: “no le habéis depositado a las niñas” Pérdida de Fe. Confusión e Incertidumbre. Psicosis. Fatalidad (I)



FUERZA: CARTA NUMERO VIII

UNA MUJER CON SOMBRERO MIRA AL FRENTE CON UNA MANO ACARICIA AL LEON CON LA OTRA LE ABRE LA BOCA. EL LEON MANSITO PARECIERA QUE LA MIRA. SU CARA NO ES DE QUIEN HA VENCIDO A UN ENEMIGO, SINO DE QUIEN HA DOMESTICADO A UNA FIERA.

PARA UNOS EL TRIUNFO DE LA PSIQUE SOBRE EL INSTINTO. PARA ELLA, LA DOCTORA, UN PROBLEMA DE RIGIDEZ DE DISTANCIA ENTRE EL ALMA Y EL CUERPO DE ANA. ANA ESCINDIDA ENTRE EL DEBER SER DE SU “EDUCACIÓN SENTIMENTAL” Y EL GRITO DE SU SER ENCARNADO EN UNA BELLA MUJER. ANA DE LOS DEMONIOS, QUE LA ATORMENTAN EN LAS NOCHES DE CALOR. PRESA, ATRAPADA EN SÍ MISMA.


—Cuando no soñaba que era una sirena y aparecía en los barcos de los piratas y peor aún en los cruceros de lujo para enloquecer al capitán y estrellar la nave, la tripulación parecía ahogarse y yo me transmutaba en pez y lograba salvarlos. También fui dragón sobrevolando los cielos de la ciudad posándome en las azoteas de los edificios espantando zamuros con mi cálido aliento. ¿Existen las dragonas? En otro sueño era centauro corriendo por la llanura. Fui Medusa y de mi cabeza salían todas las divas: la Jolie, la Hilton, la Uma Thurman, y las misses. ¿Y por qué sueño con animales tan raros?

—Ana —le dijo con paciencia pedagógica—, los animales en los que te conviertes no son el problema. Te transformas en esos animales mitológicos para dejar que tu impulso se libere. Los instintos ciegos no pueden ser rechazados o reprimidos. Has construido un edificio de razones para no contactar con tu cuerpo ¡Quiero que vayas a una playa nudista! Mírate, siempre estás cubierta y atada. Necesitas soltar. Estás absolutamente reprimida.

Ana me mira y me dice:

—¡Yo lo que quiero saber es por qué me salió esta carta invertida!

—Estás débil, te sientes derrotada. Y tienes una paranoia frente a todo aquel que se te acerca. ¿No te das cuenta que hasta tu marido lo pusiste a dormir en otro cuarto?

—Pero es que él se me encima todo el tiempo, anda como un loco diciéndome que quiere estar conmigo. Esas no son cosas de un hombre sensato. Tantas ganas terminan por trastornarlo a uno. Parece un crío corriendo por toda la casa diciéndome que no puede más. Ya somos abuelos para tanta guachafita.

—El asunto que lo tengas a régimen de abstinencia, eso ni mal le hace, si ambos están de acuerdo. Aprender sobre Tantrismo es estupendo, pero no es normal tanta desmotivación sexual tuya con tu pareja. Y sobre todo en que te flageles de esa forma. ¿Te acuerdas el sueño que me contaste la otra vez, aquel donde te perseguía un minotauro y una voz que decía “ ¡La cabeza, quiero su cabeza!” ¡Quiere tu cabeza porque ahí está el control, el centro de operaciones de tu represión mujer! El Minotauro, hijo de Pasifae y un toro, vivía en un laberinto y devoraba carne humana. Teseo lo mató porque Ariadna le dio la pista para escapar. Tienes extraviado el hilo.

Ana toma la carta entre sus manos. Y cierra los ojos. Los abre. Calmada describe el naipe. La mujer tiene un sombrero de ala ancha con forma de ocho acostado como dice mi abuela. Su mano está dentro de las fauces de la fiera y no parece tener miedo. Se siente a gusto.

Ana me mira y sonríe, se desprende de su chaqueta, luego de su camisa y se queda con una franela apenas. Se tapa avergonzada y la doctora la pone de pie frente al espejo.

—¿Y si la carta saliera derecha la próxima vez?

—Será porque te atreves a reconocer tus pasiones, mostrar confianza, y permitir que las cosas sucedan. ¡Escucha tu cuerpo y sobre todo ábrele la puerta a tu marido! No tomes más pastillas. Dale alegría a ese cuerpo y olvídate de ese horrendo uniforme de “Las hijas de María” que el limbo ya no existe, Dios no está de moda y un poco de relajo no le hace daño a nadie. Hasta la próxima y quiero que a la siguiente cita vengas con una minifalda, y si es posible que sueñes que tu marido es Zeus y tu Leda, convertida en cisne y pegando graznidos de placer.


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(I) De Bendayan O Trudy: Anima Mundi/ Un recorrido por los Arquetipos a través de los Mitos, sueños y Tarot.

Tres cartas de Tarot deslizadas con sigilo por debajo de mi puerta

Carlos Zerpa




Tres cartas de Tarot metieron hace unos días, silenciosamente, una a una por debajo la puerta de mi apartamento y sin siquiera tocar el timbre.

Estaba escribiendo en mi computadora una historia para Los Hermanos Chang, cuando sentí una presencia. Tuve la certeza que alguien estaba en silencio del lado de afuera de mi espacio, pero no hice caso a eso y esperé que ese alguien tocara el timbre o golpeara la madera de mi portón, como usualmente hace la gente decente. Cuál sería mi sorpresa cuando de pronto, en vez de correspondencia, el balance de cuenta del banco o el recibo de la luz, lo que metieron por debajo de la puerta fue una carta de Tarot. Para ser más preciso, lo que deslizaron primero fue la baraja del Mago. Seguidamente, a mucha velocidad metieron, la carta del Loco, y ahí mismo, sin tomar pausa, la del Diablo. Tres cartas, tres barajas de Tarot de regalo para mí de parte de un sujeto anónimo, de un amigo o de un enemigo desconocido. Coño estas cosas dan qué pensar, ¿no?

Mi primer impulso fue el de abrir la puerta para ver quién era el individuo que estaba haciendo esto, para atraparlo infraganti, para encontrarme cara a cara con esa persona, para gruñirle o jalarle los pelos… pero me contuve para evitar toparme con ese alguien face to face.

Quien lo hizo salió corriendo apresuradamente por el pasillo y bajó las escaleras de cuatro en cuatro para desaparecer del lugar de los hechos una vez consumado su acto. No abrí la puerta y me quedé inmóvil para de esta manera restarle importancia al hecho cumplido y meditar sobre lo ocurrido.

Las cartas permanecían en el piso tal cual como fueron colocadas y yo por mi parte me detuve a observarlas pacientemente y detallarlas. Eran tres como les había dicho: El mago, El Loco y el Diablo.




Le Bateleur


La carta del Mago es muy hermosa. Con un gran sombrero de ala ancha que adorna su cabeza, el Mago me recuerda a esos que usan los mariachis mexicanos. Sostiene en su mano izquierda un cetro o quizás una varita mágica, mientras que en su mano derecha lleva una bola, una canica de color rojo la cual hace girar entre su pulgar y su índice. Está parado detrás de una mesa llena de cosas, un cuchillo afilado, una vaina de judías, esferas de colores, un vaso con un líquido amarillo, una botella a medio llenar o a medio vaciar, y monedas… Veo para mi sorpresa que es la carta número uno, la cual se llama “Le Bateleur”.


Esa mesa del Mago no sé por qué me recuerda la parte final de la película Four Rooms, en ese capítulo llamado “The man from Hollywood", dirigido y escrito por Quentin Tarantino, que por cierto es para mí lo mejor de la película. De hecho, los personajes ponen sobre la mesa de la cocina una serie de objetos que serán claves para el desarrollo y final con broche de oro de dicho film. Una tabla para cortar verduras de madera, tres clavos, un ovillo de bramante, una hielera o una cubeta con hielo, una donut, un sándwich de pollo, un trinchante o hachuela de cocina muy afilada, tan afilado como el mismísimo diablo, champaña Cristal, una paca de dólares y un encendedor Zippo. No sé porque esto viene a mi cabeza, pero la mente humana es así, “un juguete peligroso” como decía “The Tick”:

Yo no sé de los significados del las cartas y la única persona en quien confío en estos menesteres es en mi amigo Enrique Enríquez, pero vive en Nueva York y no quiero molestarlo por esta nimiedad… Solo sé que esta carta del Mago me gusta mucho y siento que es de buen augurio, con su cabello largo amarillo y sus mangas bombachas me causa gracia, me es simpático, sin dudas este personaje es Osho, así lo veo yo. Aunque hay muchos magos aparte de Osho, los otros que me vienen a la mente son Merlín con su sombrero alto de cono azul marino con estrellas plateadas … Y Mandrake con su pumpá negro, su frack, su capa, sus bigotes bien cortados y su pelo negro con vaselina.



Le Fol

La carta del Loco me gusta mucho. Él va con un bordón con el que sostiene su mochila al hombro, es como un vagabundo y va contento jugueteando con su perro saltarín —¿o es un gato azul celeste que le muerde las nalgas?— que lo acompaña en su peregrinaje. Lleva un bastón o báculo en su mano derecha para ayudarse y sostenerse al caminar y quizás como arma para defenderse de asaltantes en el camino… Lo veo feliz, con su barba de bohemio, su mirada de soñador perdida en el espacio, como un hombre con plena libertad de hacer lo que le viene en gana y poseedor de un espíritu libre sin ataduras materiales. Lo percibo simple, natural, despreocupado, sin amor al dinero ni al poder, un ser al cual no se le puede comprar ni con riquezas, ni halagos, ni nada. Quizás “Le Fol” sea un poeta que va por los caminos cual ave de paso con su cinturón lleno de cascabeles que hacen música al andar. ¿Será John Lennon? No, más bien este individuo me recuerda a Peter Fonda y a Dennis Hopper en la película Easy Rider… Nacidos para ser libres, born to be wild.




Le Diable

La tercera carta que deslizaron bajo mi puerta, en verdad no me gusta para nada, no porque le tenga miedo o aversión, por las ideas que tradicionalmente se tienen sobre este personaje bíblico o por los rollos morales y las supersticiones que giran en torno a él; sino porque como imagen me perturba en exceso. Es la del Diablo. Este no es de color rojo, con cola de punta de flecha, con un tridente en la mano en las llamas del infierno; nada que ver con esta imagen ni con la del jamón endiablado ni con ese que aparecía en las comiquitas de vaca y pollito. Este Diablo de la carta de Tarot tiene cuernos de cervatillo con espinas de color negro, está parado arriba de una especie de pedestal y tiene de lado y lado a un hombre y una mujer desnudos como gusanos, atados por el cuello al podio central y con las manos detrás también amarradas, o al menos eso presumo. Son cautivos sin dudas del ser maléfico que los tiene a sus pies; ellos también tienen cuernos de cervatillos o más bien como cachos de espinas de pescado y colas largas de vacas saliendo de sus coxis cual animales. Se miran uno al otro con caras de resignación, aunque no me parece que estén en esa situación a disgusto. ¿Serán Adán y Eva? No, no lo creo. El personaje central, todopoderoso, muestra la lengua fuera de su boca en señal burlona. Me causa desagrado, como muestra de saber que se ha salido con las suyas. Tiene alas de murciélago o tal vez de vampiro y ojos que te miran por todos lados; son ojos de centinela, de esos de los que no te puedes escapar, como las cámaras de vigilancia en los centros comerciales, ojos que están al asecho, vigilantes, ojos amarillos en su pecho, ojos rojos en sus rodillas, ojos en su vara de orejas de asno, ojos también en su barriga o más bien una segunda cara con ojos, nariz y boca que asoma a su vez con otra lengua de manera burlona. No me asusta pero no me agrada este demonio al cual veo como representación del egoísmo y del poder en su máxima expresión, con un poderío del cual se sabe poseedor, de un ser burlista, rey de un mundo en donde los instintos dominan el alma. Pieza principal de un espacio en donde prosperan las flores del mal, de esas que son más espinas que pétalos, en donde germinan las traiciones inesperadas de los falsos amigos que te dan un beso en la mejilla y luego te venden por treinta monedas de plata. Es la carta XV y tiene como nombre “Le Diable”. Para mí simboliza el totalitarismo y me recuerda a “El gran hermano” de Orwell en su libro 1984. ¿Recuerdan ustedes la notoria habitación 101? ¿ En verdad no les parece que este diablo es semejante al comandante en jefe, al guardián de la sociedad, al dios pagano, el juez supremo único y todopoderoso que vigila sin descanso todas las actividades cotidianas de la población de Orwell?



Las cartas, no pensé nunca en tocarlas, para mí son anatema. Me he puesto un par de guantes quirúrgicos, las he empujado con mucho cuidado con la escoba a la palita de la basura. He salido al pasillo con mucho cuidado para que no se cayeran, las he tirado por el bajante de la basura desde el octavo piso y he visto como bajaban, casi volaban por el ducto y se perdían en la oscuridad. Luego he bañado prácticamente tanto la escoba como la palita y el piso en donde reposaban las cartas con suficiente alcohol isopropílico, como medida de seguridad, por aquello de los gérmenes y los entes.

No quiero saber el porqué, la intensión, el significado; ni quién, ni por qué motivo metieron estas cartas por debajo de la puerta de mi hogar… Para mi esta historia pertenece al ayer, al olvido, o mejor aún nunca ha existido. Esto en realidad no sucedió, no aconteció, no pasó.


(Cartas: El Mago, El Loco, El Diablo)