Habemus Papa

José Urriola


Nosotros llegamos fue en la segunda expedición. Claro, mi amor, en la segunda, la primera fue aquella que estalló por los aires, justo encima del Ávila, la noche del 31 de diciembre del 2027. Ay, qué dolor me dio, chica, yo creo que tú estarías muy chiquita y ni te acuerdas, pero aquello hizo ¡PUM! Y la gente juraba que era un fuego artificial, un tumbarranchos, sólo que más grande que los demás; pero nosotros sabíamos que no, que eran ellos, que no habían logrado salir ni siquiera de la atmósfera venezolana. Y que eso les pasaba por estar armando el cohete con materiales rusos y chinos, que sí, claro que salen más baratos, pero lo barato sale caro, cariño, carísimo, sobre todo si la vida de uno y la de los niños está en riesgo. Nosotros nos tardamos diez años más pero fue porque compramos por partes el cohete, de contrabando, mi amor, claro, eso estaba prohibido, se lo compramos a unos mafiosos japoneses de esos que se llaman jacuzzis.

Del viaje no me acuerdo, porque yo mareo muchísimo hasta en el carro, imagina tú en un barco o en cohete, así que me tomé dos dramamines con un lexotanil y me los pasé con dos palos de vodka. Y cuando abrí los ojos ya nos estábamos bajando del cohete que había aterrizado en un vallecito precioso y Miguel Roberto Antonio, mi hijo menor, que siempre fue un genio ese muchacho, dijo: “La llamaremos Neocaracas” y todo el mundo dijo que sí. Al día siguiente los hombres se fueron con sus armas subatómicas y bombardearon la montañota esa que ves allí, mira, que nos quedó igualita al Ávila, porque los caraqueños no nos sentimos en casa si el Ávila no está allí.

Bueno, ya con la montaña puesta fundamos la ciudad y la llamamos Neocaracas, como dijo Miguel Roberto Antonio, pero había que hacerle su constitución y su cosa, y nosotros no queríamos repetir los viejos esquemas, porque imagina tú, la constitución, la última cuando nosotros nos fuimos, tenía como seis mil y pico de artículos y era tres veces del grosor de una Biblia. No, aquello era un espanto. Queríamos una cosa como más anglosajona, ¿sabes?, que tuviera menos artículos que dedos en una mano. Y entonces Miguel Roberto Antonio -Dios me lo bendiga a ese muchacho, ése sí que me salió bueno y no como los otros dos que se quedaron en la Tierra haciendo negocios con el gobierno-, bueno, sigo, él se estaba leyendo a un filósofo gringo que le encantaba y que se llama Cuasimov (sí qué risa, ¿no? casi igualito que el jorobado), y dijo: “yo tengo las tres leyes fundamentales de los neocaraqueños” y las recitó, una a una, las únicas tres leyes que tenemos hasta hoy.

1. Un caraqueño no debe dañar a otro caraqueño o, por su inacción, dejar que un caraqueño sufra daño.
2. Un caraqueño debe cumplir las leyes impuestas por los caraqueños, excepto si estas leyes entran en conflicto con la Primera Ley.
3. Un caraqueño debe proteger su propia existencia, siempre y cuando esta protección no entre en conflicto con la Primera o la Segunda Ley.

La nueva Caracas creció preciosa, una cosa que casi ni nos dábamos cuenta de que quedaba en otro planeta. Era idéntica a la primera, con todas sus virtudes pero ninguno de sus defectos. Con el mismo clima, las mismas arepas, la misma gente, todo chévere, incluso en diciembre movíamos un poquito el termostato nuclear y la poníamos sabrosita, así como en 16 grados, para poder decir que había llegado Pacheco. Te lo juro que todo estaba tranquilo y entonces vino la propuesta de lo del Papa. Y yo estuve de acuerdo, porque yo soy muy católica y la verdad es que tenemos derecho a tener nuestro Papa venezolano que era un sueño de todos. Y alguien salió con que se había traído un pelo del Papa, que a su vez se lo había traído su abuelo del Vaticano hace como 50 años. La verdad es que yo no sé de clonaciones, lo que sí sé es que había un pelo de un Papa polaco en Neocaracas y si lo clonábamos teníamos un Papa igualito pero caraqueño. Y se sometió a votación y éramos trece las jueces (aquí no se puede decir juezas porque es de mal gusto), y seis estuvieron de acuerdo en clonar al Papa y seis en desacuerdo y el voto que faltaba era el mío y yo me hice la señal de la Santa Cruz y voté por el sí.

“Habemus Papa” dijo Miguel Roberto Antonio en ese francés parisino que él tiene.

A mí lo que me extrañó, y te voy a ser sincera, esto te lo digo en grado treinta y tres pero no lo vayas a meter en tu artículo, es que cuando apareció el Papa en la bandeja de salida de la máquina de clonación, el Santo Padre era calvo. O sea, tú me dirás, de dónde salió el pelo para clonarlo.

Pero bueno, era una belleza el viejito, como para darle un mordisco en los cachetes y además transmitía una paz ese hombre, y hablaba como veinte idiomas con acento rarísimo pero espectacular. Para comérselo. Le pusieron su gorrito (el redondito que le cubre la coronilla), su sotana blanca con dorado y le dijeron cierra los ojos para que veas la sorpresota que te tenemos y cuando los abrió allí estaba el Papamóvil. Ay, mija, y la gente lo abrazaba y lo besaba como si hubiera metido un golazo. Mira cómo me pongo, se me pone la piel de gallina de sólo recordarlo. Aquel viejito casi se muere de un infarto de lo contento que estaba, hubiera sido el Papa más breve la historia.


Entonces el Papa se subió al Papamóvil, uno automático que le diseñaron y que él podía controlar con el pensamiento, y comenzó aquel viejito a recorrer toda Caracas mientras saludaba desde arriba y la gente lo aplaudía y le pedía la bendición y él sacaba la manito y les hacía así.

Ay, Dios mío, qué desgracia, qué nos íbamos a imaginar esa tragedia. Porque el Papa subido a su carro, y en medio de la emoción, se fue hacia la Neoavenida Libertador (no vayas ni a nombrar a Bolívar, mi amor, que eso aquí es peor que decir la jueza), se lanzó como a 120 Kph, no se dio cuenta del motorizado y se lo ha llevado por delante. Y lo mató. En seco. El primer asesinato de la historia del mundo ¿Tú puedes creer?

Al Papa le dieron casa por cárcel, por lo de la edad, aunque realmente tenía horas de nacido y realmente tampoco tenía casa. Pero bueno, mientras tanto, por segunda vez en Neocaracas armamos un tribunal de trece jueces y se le hizo un juicio. Fueron seis las que pidieron que se le ejecutara con la pena capital y las otras seis lo declararon inocente (yo creo que, sobre todo, porque una no puede ir al cielo si ha condenado a muerte a un Papa). El voto decisivo sería el mío, otra vez. Y me volví a persignar pero esta vez voté que no. A pesar de las presiones, a pesar de que todo el mundo me estaba respirando en la nuca para que mandara al Papa a la horca o al paredón o a la inyección letal; a pesar, inclusive, de que el mismo Miguel Roberto Antonio me dijo: “Mami, ese hombre acaba de violar la primera y más importantes de las tres leyes: ningún caraqueño puede hacer daño a otro o permitir, por inacción, que otro caraqueño resulte dañado”. Pero ni con eso cambié de opinión. Me mantuve firme. Yo me decía: “Señor, dame fortaleza, dame fuerzas para resistir”. Y la tuve.

Ahora el Papa anda suelto pero a pie, porque le decomisaron el Papamóvil, eso sí. Y la gente me voltea la cara y me miran con ese odio y hasta andan diciendo que esto se va a convertir en una ciudad sin ley, en una cosa igualita a la que dejamos atrás, llena de malandros y de hampones y de delincuentes. Que Caracas volverá a ser lo que fue, por mi culpa.

Y yo te digo algo, cariño, menos mal. En el fondo me alegra. Bien hecho. Porque ya yo me estaba hartando de toda esta perfección y este aburrimiento y todo este teatro de una cosa que los caraqueños no somos. Y te digo más, algún día todos estos ingratos me lo agradecerán; me van a pedir perdón y a levantar una estatua. Y nombrarán una urbanización de las del Este con mi nombre.



(Cartas: El Papa, El Carruaje, La Fuerza)

2 comentarios:

  1. Me gusta cuando eres tan caraqueño que pareciera que la ibas a heredar. Me recuerdas mucho a alguien a quien quiero mucho. Alguien que destruye y reconstruye siempre para mejor.

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  2. Gracias, Anónimo. Qué bueno recordarte a alguien que quieres, me lo tomaré como un cumplido; si me lo permites, claro.
    Abrazo

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