Samsara

Gabriel Payares




para Keila Vall de la Ville

Samsara.
(Del sánscr. saṃsāra).
En el budismo e hinduísmo, el círculo eterno
de nacimiento, muerte y reencarnación al que
todos los seres vivos se someten, carente de
un inicio o un fin perceptibles.

ENCICLOPEDIA BRITANNICA



Despierto de golpe, entre gritos en inglés y el rumor de una explosión. A pesar del sobresalto, lo pienso dos veces antes de abrir los ojos: uno primero, cauteloso, y el otro a los pocos segundos, como si hacerlo a toda prisa pudiese conducirlos fuera de sus órbitas. Lo hago justo a tiempo para observar, en primer plano y con lujo de detalles, cómo un enorme avión comercial se zambulle contra una de las Torres Gemelas de Nueva York, y desaparece en medio de un despliegue de rojos y marrones. La voz de la reportera se escucha al fondo, narrando los hechos a todo pulmón, en un inglés tan atropellado que apenas logro discernir una que otra palabra. Segundos después, mientras una de mis manos remueve con desdén el leve rastro de saliva que hay en mi mejilla derecha, otro aeroplano repite la gesta taurina del primero: una segunda explosión que ignora los números verdes y discretos en pantalla, indicadores de la fecha y hora en que fue grabada la cinta. Rescato el control remoto, hundido cual tesoro en el revoltijo que ahora son las sábanas, y oprimo de inmediato el botón que silencia al aparato. Así, mientras me incorporo, puedo ver la repetición del célebre atentado terrorista, esta vez con el murmullo irregular de la mañana caraqueña de fondo. A mi lado, la cama vacía, como todas las mañanas. Hace horas que ella se ha ido a trabajar.

Presiono el botón de Stop una, dos, tres veces seguidas, y constato su empeño en ignorar mis comandos. Algo ha de haberse desconfigurado en la grabadora. Abandonando mi astuta estrategia de presionar todos los botones sin orden específico, me resigno a detener la cinta con el botón manual de apagado, lo que exige el sacrificio de los cinco minutos extra que acostumbro a tomar antes de ponerme de pie cada mañana. Maldigo mi cuota de culpabilidad en el asunto: bastaría con haber extraído la cinta hace dos días, cuando comenzó el desperfecto, o incluso haberla cambiado por una más agradable, quizás algún documental sobre los elefantes africanos. Eso suponiendo que nunca tuviese, como de hecho nunca parezco tener, el tiempo o la memoria suficientes para sentarme y reprogramar el puto aparato.

Dejo atrás la cama y en ella las reflexiones. En el espejo del baño me topo con una nota escrita a mano y adherida a la superficie: “¡Buenos días! Ojalá hayas avanzado mucho anoche. Sabe Dios a qué hora te acostaste. Recuerda que dijiste que este mes pagas tú la luz. Ah, y estás babeando las almohadas otra vez”. Tinta azul y caligrafía palmer casi perfecta. La nota cerraba con un te quiero. Yo también.

Nuestra casa es pequeña y está decorada en abundancia; da la sensación de que todo llamase la atención al unísono, y de que uno pudiese distraerse durante horas contemplando las mesas, o la cocina, o los cuadros en la pared. Caminando en círculos, como en los museos. En el comedor, del que me he adueñado al no tener espacio para un estudio, me espera el amasijo de papeles que insisto en querer convertir, por algún proceso alquímico que aún no descubro, en una gran novela. De momento se parece más a la tarea de un niño de cinco o seis años; un niño como el que aún no hemos podido tener, porque nunca alcanzan ni el dinero, ni el espacio, ni el tiempo. Tal vez lo que no alcance sea el amor, o tal vez seamos estériles, quién sabe. No nos falta juventud, no, pero con el tiempo hemos dejado, como quien pierde un hábito saludable, incluso de evitar el embarazo. Pastillas, condones, métodos del ritmo: no recuerdo cuándo fue la última vez que hicimos el amor. Pero para qué pensar en eso. Prefiero sólo pensar en el camino apropiado para salir de mi laberinto de papel, ese que ahora sostengo entre las manos, mientras paso con desidia cada hoja repleta de garabatos y tachones, de esbozos, de ideas diversas y contradictorias.

Con un suspiro de propia conmiseración, abandono el manuscrito sobre la mesa y agarro un bolígrafo. De espaldas a la cocina, me centro en el papel: renuncio al desayuno, a los huevos fritos con jamón y pan tostado, a la arepa con mucha mantequilla y queso, a la cómoda bandeja instalada frente al televisor o frente a la ventana, a las vitaminas de la mañana, al café. De pronto son tantas las cosas a las que renuncio diariamente, tantos los lugares, los empleos, los deseos. No me convence nada de lo que he escrito. Aprieto el bolígrafo negro entre los dedos y escribo un nuevo comienzo en una hoja en blanco; un segundo o tercer inicio que me llevará a los mismos círculos concéntricos de siempre. Escribir es repetirse.

Así me alcanza el mediodía, en una tenaz e irregular batalla contra el borrador. Deseo a cada instante eliminar todo lo que me ha costado la mañana producir, y cual Penélope, comenzar todo de nuevo: no repetir errores, ni palabras, ni elecciones. No escribir, sino retornar a la pureza creativa de la hoja en blanco, destruir las palabras y abrazar el vacío. Y aunque estoy ya casi dispuesto a hacerlo, me lo impiden el hambre, agazapada en el fondo del estómago como un lecho de piedras, y el mal humor, que pronto hace su entrada triunfal con el insistente repicar del teléfono.

Es ella. Como todos los mediodías. Atiendo con parquedad, intentando contener el humor de perros abriendo la boca lo menos posible.

– Hola, mi amor. ¿Ya almorzaste? –me saluda.
– Sí, ya comí –le miento–. ¿Y tú?
– Ay, vale. Te iba a decir para ir al restorancito cerca de la casa – su voz es un hilito.
– ¿Te daba tiempo?
– Sí, porque el jefe no vuelve hoy. Pero nada.
– Bueno, si quieres te acompaño –ofrezco, rogándole a Dios que se niegue.
– No, no importa. Deja. Yo como aquí cerca con alguno de los muchachos.
– Vale. ¿Y qué tal tu día?

Paradójicamente, dejo de prestar atención justo al terminar la pregunta; me pierdo los detalles de su lucha diaria con el jefe, sus quejas sobre lo flojos que son los cuidadores del estacionamiento, o lo último que encargó por el catálogo de Avon. Dejo pasar los detalles mínimos, insignificantes, las diminutas variaciones, los elementos que le dan sentido a esta repetición infernal de la vida. Mientras ella habla, yo sólo puedo rumiar los mismos pensamientos: que me muero del hambre, que quiero colgar ya la llamada, y variaciones posibles de la odiosa última línea que acabo de escribir. Con cada mugido de asentimiento con que respondo a la catarata inerme de su relato, me siento un paso más y más lejos de allí, como en un viaje astral, perdiéndome poco a poco en la distancia de mí mismo… pero sólo para volver de golpe, con perfecto disimulo, a tiempo de escuchar sus últimas dos o tres palabras.

Cuelgo a toda prisa. Sé que el resto de la tarde se irá sin que pueda siquiera darme cuenta. Las dos, las tres, las cuatro. Las seis, la hora en que ella llegará, exhausta pero sonriente, y me conseguirá echado en el sofá y rodeado de papeles, o viendo en televisión el fugaz paso de los canales; pero nunca escribiendo. Nunca. Entonces, la noche transcurrirá sin darnos cuenta: yo, un tanto ensimismado, como alguien que de tanto estar solo olvidó el placer de la compañía; y ella, desbocadamente complaciente, como esos anfitriones que sacrifican el disfrute de la fiesta que tanto les costó organizar. La madrugada nos hallará separados por una cortina de sueño.

La mañana siguiente también.

Despierto con lentitud, oyéndola hablar por teléfono, sin entender una palabra de lo que dice. Pronto caigo en cuenta de que está hablando en inglés, y luego de que ella no habla inglés. Es allí cuando realmente despierto. No era su voz: la cama está de nuevo vacía, y el sol se cuela por las cortinas. Ella se ha ido a trabajar. Quien habla, con ese timbre desesperado al que ya comienzo a acostumbrarme, es la reportera de CNN, que intenta describir inútilmente los eventos que la cámara exhibe de lleno. Abro los ojos, y el World Trade Center se sacude a los pies de mi cama, sangrando humo y fuego por una herida en lo que podría ser su ceja derecha. Parpadeo. Un delgado hilo de saliva humedece mi labio inferior y salta en bungee hasta la cama.

Me incorporo a medias, tanteando las sábanas en busca del control del televisor. No logro hallarlo. Oh, my god! Another plane just hit!, insiste la narradora, cuando el segundo avión desaparece entre las llamas. El control ha desaparecido con la primera de las explosiones. Abandonando toda esperanza, me pongo de pie y camino torpemente hasta apagar el televisor con un dedo. El sueño es una capa densa, como la nata, delante de mis ojos. Ya en el baño, tropiezo con otra nota en el espejo, que leo mientras descargo en la poceta un torrencial chorro de orina: “No olvides pagar la luz, se vence mañana. Te dejé café, te quiero”. Arranco la nota y me contemplo en el espejo. Tengo una barba corta, irregular, de esas que no terminan de serlo pero que entorpecen el rostro, y que atestiguan los tres días que llevo sin salir de casa, entregado al delirio de lo cotidiano. La casa, pienso, es un espacio alegremente dedicado a las repeticiones, las rutinas y rituales: está compuesta por círculos concéntricos, como el infierno de Dante. Pienso en ducharme, y pronto lo descarto. Me he aburrido de mí mismo.

Marcho obligado a la cocina, en donde el café yace frío en la cafetera, con ese aire a muerte que cobran las bebidas calientes tras mucho rato fuera de la hornilla. Me sirvo una taza y la meto en el microondas: Time, cuarenta y cinco segundos, Start. Dejo al pequeño aparato murmurando sus plegarias electrónicas y me adentro en la sala, en el amasijo de papeles que son la mesa del comedor y el suelo que lo rodea. Pronto me encuentro de nuevo extraviado, pero esta vez en busca del maldito recibo eléctrico. Agoto los lugares posibles en un santiamén, y tras diez minutos de búsqueda frenética, andando y desandando el camino de mi propio desorden, me doy cuenta de que nunca lo conseguiré. Ni siquiera recuerdo haberlo visto por última vez. Es más, no sé ni de qué color es, ni qué tamaño tiene, ni cuál es nuestro número de contrato. No sé qué es lo que necesito conseguir. En su lugar, doy con el más reciente inicio de mi novela, tres páginas que me tomaron toda la mañana de ayer. No consigo una sola línea que me guste. Recojo del suelo las hojas caídas y las ordeno lo más que puedo; sé que volverán a estar desordenadas mañana. El borrador se asoma entre las hojas, insinuante. Aparto la vista lo más rápido posible.

No desayuno nada: dentro de poco será mediodía. Desando mis pasos hasta el cuarto, aún en pos del recibo fantasma; después de mucho hurgar entre mis cosas, presa ya de un frenesí extraño, decido creer que jamás tuve ese papel entre mis manos, pues sólo así se explica que no recuerde absolutamente nada al respecto. La única opción es buscar entre sus cosas: es mucho lo que una mujer olvida cuando decide cambiar de carteras. Incursiono en su ordenado mundo con los pies fangosos de un gigante egoísta: abro sus gavetas y su secreter, revuelvo sus prendas, más por complacer una súbita sensación de venganza que realmente esperando dar con mi tesoro perdido; busco incluso en los lugares en que sé que es imposible encontrarlo. Durante esos instantes, soy portador de un mensaje mucho más grande y cruel que yo mismo, de una entropía que ni el orden ni la pulcritud podrán jamás detener. Allí, de pie, barbudo y semidesnudo, con una mano metida en el cajón de su ropa interior, soy el férreo mensajero de la muerte.

Finalmente, disminuido por el fracaso y ya a punto de ser vencido por la culpa, tropiezo mis manos contra el filo de un papel: un libro menudo, de esos que podrían caber doblados en un bolsillo, repleto de cicatrices y raspaduras de guerra. Curiosidad, duda, sorpresa. La portada es tan pobre como el empastado, o quizás más: una ilustración que alude remotamente a la luz, la paz y la ascensión; el autor, un nombre indio aleatorio, cuya única función es la de sonar exótico e iluminado, acompañado de la frase El libro del Dalai Lama. El título apenas si se lee en toscas letras de molde: “Samsara”. Abro el pequeño manual de autoayuda y tropiezo en la portadilla con una firma extraña, garabateada con tinta negra sobre el papel cetrino y anémico, como si aquel libro mágico hubiese perdido su poder con el paso de los años. Dejo las páginas correr libres, a ver qué milagros me depara el sabio hindú que aparece en la contratapa, y de inmediato mi pesquisa arroja crueles resultados: un puñado de papeles diminutos, copos de una nevada secreta, entre los cuales distingo discretas facturas de hotelería, vouchers de compras inusuales, e incluso una nota, escrita con letras grandes e infantiles, que parece susurrar un “te extraño”. Con inusual delicadeza reviso cada pequeño papel, lo releo y lo inserto de nuevo al azar en alguna página del libro; uno a uno, con paciencia cruel. Mi reacción es tan maquinal, siguiendo con objetividad un diagrama invisible, que un espectador pensaría que lo hago sin darle importancia, o quizás que ya me imaginaba, por alguna sospecha o intuición, este amorío que me revela un sabio hindú de utilería. La verdad es que me avergüenzo, me avergüenzo mucho de mí mismo, como quien abre la puerta del baño y contempla a su abuelita orinando, o al sobrinito haciéndose una paja. Es una sensación de ridículo, de estorbo, de que debí enterarme de los amoríos de mi mujer de alguna manera más digna que buscando un recibo de luz.

Termino de recoger la evidencia y dejo el libro sobre la cama. Ha dejado de ser un libro de autoayuda, y pasó a ser un diario íntimo secreto; eso es lo único que se me ocurre pensar. Sería tonto describir mi dolor: la traición duele, es una de las primeras cosas que aprendemos en la vida, sí, pero no todos tenemos la oportunidad de experimentarla de lleno. Algo similar ocurre con los puñetazos: pasas toda la vida hablando de ellos, viéndolos en el cine y conteniéndolos en la calle. Cuando por fin recibes uno en pleno rostro, la experiencia se esfuma por completo entre los pequeños detalles que de pronto te sobrecogen: los miles de dolores diferentes en tu piel, la sangre que te mancha la corbata con que ibas a la reunión en la oficina, los gritos infantiles del chofer del carro de al lado que te incita al contraataque, la preocupación por no sentir alguno de los incisivos... Esos detalles que ponen en relevancia lo ridículo del aprendizaje, esa visceral decepción de la experiencia. Muchos, en mi situación, habrían estallado en rabia, gritado como perros y roto todas las cosas. Hay incluso quienes asesinan a sus parejas. Yo me descubro a mí mismo sonriendo.

Suena el teléfono. Dejo que repique hasta el infinito; lo escucho perderse en las galaxias lejanas. Sigo contemplando el libro a mi lado, un diminuto esperpento que jamás habría entrado en nuestra modesta biblioteca, atiborrada de novelas y recetarios. Un espía, un intruso, un delator. Me da asco. Tras unos minutos, el teléfono suena de nuevo. Esta vez atiendo. Es ella, como todos los mediodías.

–Te llamé hace poco. ¿Estabas en el baño?
–No, estaba leyendo.
–Ah, ok. ¿Todo bien?
–Sí.
–¿Seguro? Suenas raro...
–Es lo que estaba leyendo, me dejó pensativo.
–¿Y has escrito?
–Mejor no me preguntes eso.
–Caramba... Estamos de mal humor, ¿no?
–Mira, te iba a preguntar: ¿dónde está el recibo de la luz? –esquivo el comentario.
–En la nevera, mi amor. Donde siempre lo pongo.
–Ah, claro. –Le miento. Así como mentiría si recordase alguna vez haber visto algún recibo de la luz en la puerta de la nevera. Sé que hay imanes, claro. Yo mismo he comprado algunos. La situación es tan estúpida que me provoca llorar. – Es que no busqué bien.
–Está bien. ¿Lo vas a ir a pagar ahorita?
–Sí, voy saliendo. Hablamos luego.

Escapo de la conversación con mármol en la cabeza y el libro en la otra mano. Sin proferir palabra, como si una sola vocal bastase para quebrar algún vidrio interno, me encuentro de inmediato frente al recibo de la luz, sujeto a la piel de la nevera por un imán en forma de molino de viento. Creo que lo compramos en Toledo. Reviso la fecha de corte: es mañana. Tal y como ella lo dijo. Todo concuerda. Por un instante, pienso que habría sido mejor no hallar el recibo en la nevera, y poder iniciar así una serie de incongruencias que me llevaran a cualquier lugar posible del universo. Habría sido fabuloso enloquecer, o darme cuenta de que lo hice, o simplemente apostar por la explicación más ilógica de todas, la que más distase del peso inamovible de lo real. Esto no está sucediendo. Pero de inmediato descarto esa sensación; lo real es al menos manejable. Aún en piloto automático, abro el microondas y recupero mi taza de café. Doy un sorbo largo y helado, antes de devolverla al interior del aparato. Time, cuarenta y cinco segundos, Start. Tengo la sensación de haber hecho lo mismo un millón y medio de veces, relatando una y otra vez la misma historia. Vivir es repetirse, supongo.

Abro el libro sobre el mesón, mientras espero a que el café se caliente. El enigma de su presencia es, por extraño que parezca, mucho más fuerte que el de la infidelidad que sus páginas esconden. Emprendo una lectura errática, saltando de aquí a allá, utilizando las facturas y papeles como marcalibros. Nada de lo que hallo me sorprende: el gurú predica incesantemente lo mismo, escrito y descrito de diversas formas: nunca es tarde para optar por un estilo de vida más espiritual. Karma, samsara, nirvana, nombres exóticos para ordenar el deseo de huida que todos anhelamos, de escape final al constante vaivén de las horas, en este caso puesto de acuerdo con las antiguas religiones del medio oriente. Leo en el libro que nos hallamos sujetos a una rueda interminable del sufrimiento, y que somos vagabundos, vidas errantes destinadas a transitar los mismos senderos marchitos, hasta que poco a poco demos con las claves para la ascensión y la liberación. El pasaje completo está subrayado a lápiz. ¿Buscaba ella algún tipo de revelación en estas menos de cien páginas, o me habré tropezado más bien con el préstamo vergonzoso de un amante tal vez ingenuo? ¿Sería conveniente confrontarla con este libro y exigirle una explicación, es decir, un veredicto forense, o en todo caso reprocharle el inaudito descuido que puso el libro en mis manos?

Preguntas que nunca le haré me bullen en la cabeza. Nunca se sabe qué hacer en estas situaciones, pues contemplar la encrucijada de la vida desde el dolor no es asunto sencillo. Por eso lo más común es correr a consultarlo con algún amigo, con el analista o el barman. No importa cuántas veces se haya uno separado antes, ni qué edad teníamos cuando mamá descubrió a papá con la secretaria; al final todos estamos solos frente a nosotros mismos: un niño temeroso ante un reflejo disforme y agrandado de sí, capaz de hacer cualquier cosa por hallar refugio. Atormentado por mi propio desamparo, emprendo una huida improvisada: tomo las llaves, la cartera, la caja de ocasionales cigarrillos. Todo cabe en el mismo bolsillo. También tomo el teléfono celular, apagado desde mi última llamada hace tres días y, para mi sorpresa, el libro de autoayuda. No sé si lo hago por no dejar rastros de lo que ahora sé y no debería, o porque ese manual comercial de espiritualidad es, paradójicamente, el único aliado que tengo, el único que me brinda algunas pistas. Una Biblia forjada en el engaño. Dentro, doblado en cuatro, meto también el recibo de la luz.

La calle siempre da respuesta a mis inquietudes. Tanto así, que no entiendo mi encierro voluntario de tres días seguidos. Escribir una novela, a fin de cuentas, debería poder ser una actividad pública, tan observable como pasear al perro o repartir los periódicos. Es mucho más simple hallar respuesta a las cosas observando la fuga de los carros en las autopistas, o el empeño febril de los pedigüeños, o los intentos desesperados de una anciana por cruzar una gran avenida, que viendo todo el día la misma pared y el mismo mueble de madera, en la misma casa en que se habita, se baña, se come, se duerme. Pocas horas deambulando me bastan, viendo pasar el día y caer la tarde, para finalmente dar con un relato propio de lo acontecido, escribiendo la propia vida como lo haría con la novela. Al final me resulta tan obvio, como si lo hubiese escrito yo mismo: hallar el libro fue un mensaje, un intento por poner en práctica las teorías contenidas entre sus páginas, y así romper el círculo eterno de lo cotidiano; su mensaje es el de emprender, como los niños, la vida como una intensa aventura. Sonrío al percatarme de la doble acepción de la palabra. Leo en el libro: existen diversas vías posibles hacia la liberación, pero todas parten de la renuncia a las ataduras emocionales que nos anclan a este plano de existencia. Me pregunto a qué laberintos existenciales buscaría ella respuesta, a través de la vida en lugar de la escritura; y me doy cuenta de que nunca he podido llegar a entenderla, tal vez porque ni siquiera lo he intentado. O quizá estemos rescribiendo nuestras vidas en sentidos opuestos.

El cielo anaranjado me anuncia que es ya la hora de volver. Mi trayecto a casa, tan apacible como puede ser la tarde en una ciudad que despide el día con estridencia, me confronta paso a paso con la necesidad de una decisión para volver a casa: ¿Debo romper las rutinas diarias de nuestras vidas y lanzarlas a una aventura desconocida, o más bien callarme el dolor y aferrar la estabilidad de una vida que creí sin sorpresas? Vivir, al final de cuentas, funciona tal y como se escribe una novela: a tientas. Una súbita sensación de ceguera se apodera de mí, y me hace demorar un poco más mi regreso a casa. Doy vueltas, como si estuviese haciendo tiempo para algo; pero al final, sin decisiones hechas y sin darme siquiera cuenta, entro a mi edificio tal y como salí, trazando mayores círculos inútiles. Tal vez sea el momento de violar mis propios laberintos: de no escribir más una novela, de desenchufar el televisor y despertar como a mí me dé la gana; de decirle a mi mujer que es una puta, pero que la quiero, o simplemente de buscarme una amante yo también.

Saliendo del ascensor, mis determinaciones se evaporan. Me dirijo de inmediato al cuarto de la basura. El bajante luce como una hedionda boca abierta, en la que deposito el libro, víctima de un sacrificio pagano, sobre el envoltorio de periódico que hace las veces de lengua. Con un gesto delicado lo dejo sumergirse en el abismo; un destino apropiado para páginas que prometen iluminación. Es muy tarde cuando recuerdo la factura de la luz, aún sin pagar, oculta entre sus páginas. Decido que ya no me importa. Con él se han ido las evidencias de que este relato, esta convivencia repetitiva y exhausta, se aproxima por una vía u otra a su fin, así como la necesidad de pensar todo un día en decisiones que no conciernen a la escritura. Con este pequeño ritual funerario, queda clara la victoria de mi novela aún inconclusa por encima de la vida. Samsara, karma, nirvana. Dejaré que la vida la escriban los demás.

Tampoco importa que ella aún no haya llegado. No intento siquiera llamarla al celular. Enciendo las luces a mi paso, yendo directo al comedor. No hallo notas, ni explicaciones, ni mensajes; tan solo mis propios papeles, cigoto infecundo de mis imaginaciones: inicios, repeticiones, revoluciones. Un eterno retorno a la nada. Tomo una página en blanco, y escribo en grandes letras negras SAMSARA: un préstamo, un nombre, una resolución. Llevo el papel conmigo al baño, y lo pego en el espejo: será un recordatorio, y a la vez una acusación. Un nuevo inicio, uno terrible, que estará todos los días asomándose en nuestra casa; un espía, un intruso, un conjuro de una sola palabra. Y el título, a la vez, de esta novela por escribirse. Se ha hecho ya muy tarde para escribir, sin embargo: ella debe estar a punto de volver a casa. Enciendo el televisor, me dejo caer en la cama. Sonrío. Transmiten un reportaje del ataque a las torres gemelas.


(Cartas: La Torre, El Ermitaño, El Loco)

6 comentarios:

  1. Me gusta el contraste entre una tragedia pública y escandalosa con el drama íntimo y aparentemente menos importante. Me peleo un poco con la imagen del novelista huraño. Aplaudo el detenimiento para contar la historia. Me peleo con las “plegarias electrónicas”. Me gusta el desconcierto del hombre semidesnudo, con barba (y seguramente con mal aliento) frente a la infidelidad de su mujer.
    En fin, Gabriel, dale que no vienen carros.

    ResponderEliminar
  2. Hay un disco de la banda Yakuza, llamado Samsara.

    Arrechísimo.

    ResponderEliminar
  3. Caro:
    Mil gracias por leer y comentar. Tus críticas, opiniones y aplausos serán tomados en cuenta. Poco más puede uno pedir de quien lo aventaja en talento y experiencia. Un abrazo.

    Richard:
    Gracias por comentar. Me bajé el disco que mencionas, y aunque es un poco pesado para mi gusto, es una propuesta interesante...

    Gracias, además, a todos los que leyeron y evaluaron el relato. ¡Salud!

    ResponderEliminar
  4. Muy bueno Sobrino a tú Tía Olga y a mi nos gusto mucho y pensamos que ha sido un avance importante desde tú ultimo libro, que continuen los exitos y se mantenga la Musa.
    Olga y Orlando

    ResponderEliminar
  5. Tal como el personaje del cuento, inicié este comentario diez veces o más, para volver sobre mis pasos otras tantas veces. No tengo la altura necesaria para analizar críticamente lo que has escrito, pero me parece que es de lo mejor que has creado. Me produjo una sensación de ahogo muy molesta!

    ResponderEliminar
  6. Se nota que Payares le dijo a todos sus amigos y a sus tíos para que le hicieran comentarios. Se muere por ser el que más comentarios tiene en el blog.

    ResponderEliminar