La ciudad que reina

Joaquín Ortega




La misma calle que se hunde en tu mente. La misma esquina en donde entras y sales desnudo del Puto Bar. Allí, en una mañana inútil un hombre evita su vocación. La iglesia —más bien la sombra— le eclipsa el rostro, sin embargo, al cruzar sobre sus pasos, un sol canino le bate las cejas con sacudida eléctrica y despabilante. Un sacerdote sin votos que se achica en un naufragio de rebatos, fungiendo de sedativo en almas que mueren por ser atendidas y suspiran por un perdón que ya fue concedido. ¿Cuánto tiempo ha luchado? ¿Diez meses, diez días, diez años? Ya no hay medida para el tiempo entre un cigarro y el otro… y el otro… y el otro.

Al espejo, quien refrenda los contratos piensa en la repetición y el empalago, la carga infinita de un contacto humano sobrevaluado. Con el apetito mudo de pegarse un tiro se pasa, una vez tras otra, la afeitadora barata, liviana, diseñada para la trova de los retales. En sus pupilas, el sello va, viene…va, viene… entre parpadeos y mecanismos forzados sobre el lavamanos roto, el agua empieza su mengua. El sello es, para los tontos, la estrella y la razón, la futura risa a carretadas, el desenlace de la ilusión. De la almohadilla al papel y de ahí a la gaveta donde ruedan las pequeñas municiones, esas que nunca tocan la recámara ni besan al percutor ni conocen a la sien o al pecho. Ellas ríen, pues intuyen que su destino no es para el hombre que se sabe cobarde y flaco. Él no ha cruzado la puerta, y ya sabe que su día es una fogata fría, una brecha.

El príncipe, el niño mimado que todo lo tiene, se sabe adonis oscuro, bajo una mirada lejana y un desdén ensayado. Nunca quiso serlo, pero se complace en el abuso de sus lentos quereres. Mucha marca, mucho afeite. Sobre su cuello va la piel segunda de los que no tienen nada debajo. Como una gruta olvidada padece adoraciones rotas, y a veces secretas. Por eso, viaja mucho y se depila y se ejercita y se broncea. En las arterias, por de pronto, habitan las venganzas y las herencias.

Entre la banda de metales rodantes se abren dos caminos para cada uno. La oscuridad de la madrugada, como un timo de un dios vicioso se conecta con sus tres anónimos nombres. Todos deciden marchar hacia el mismo empalme. Y amanece. En tres autos distintos, con tres ínfulas especiales, cada quien tararea una melodía con un sabor disparejo entre los labios. Juegan a cambiar emisoras, a desencontrarse con canciones aburridas, a rebuscar burdas respuestas en la boca de los que leen la prensa, engolados y enamorados de su propia voz. Están al tanto, sin madurarlo, que no están solos en sus prejuicios: lo mejor repartido, en estas albas es la ignorancia.

Tras un suspiro, van las manos arriba de la cabeza, a estirar la deriva de la tranca, que se afinca machacona, sin modales. Sólo un reflejo cambia el bostezo en nervio: un gigante de aerolitos, una montaña de colores acompañada de delgadísimos pedriscos… un deslave de radiaciones… un mugidor caleidoscopio de pirámides irregulares que hacen bailar al viento y calar a medio cielo a los mortales. Un betún de muerte dulce que da pequeños pasos pidiendo ser atendido. También el reloj superior corre de su fin, creyendo pirarse de los caballos de Neptuno. Así, arrellanado decide vaciar el tiempo, permitiendo que la carne de los hombres sea ocasión para futuros pastos. La ciudad que ahora reina decide guardarse al frío.





(Cartas: La Emperatriz, El Enamorado, La Luna)

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