Fragmento extraído de la novela inédita Los Capriceros

Mario Morenza



Toki Eder esperó a que llegase su turno en la sala de consultas de la bruja de Las Morochas. Delante de él estaba una muchacha embarazada, de unos 18 años, que no dejaba de revisar los horóscopos de las revistas amontonadas en el recibidor, como si quisiera comparar los designios semanales del zodíaco con los que estaba a punto de recibir; una pareja de 25 años que permanecía en silencio, sólo tomados de la mano; un tipo como de 30, encorbatado, que a cada instante revisaba su celular y mandaba obsesivamente mensajes y mensajes de texto; una ama de casa, o lo que para él era una ama de casa, por las manchas de comida que se le habían fosilizado a la camisa, infaltables en la moda doméstica citojense; y por último, una chica de lentes que leía, parsimoniosa, una revista de farándula, y luego se puso a resolver una sopa de letras. La chica era atractiva, y a ella le dedicó, de manera vouyerista, el mayor número de miradas. “Si la vuelvo a ver, le preguntaré qué le dijo la bruja, y si la pegó...”, se dijo para sí. En esa espera estuvo dos horas.

La primera vez que visitó ese sector de Ciudad Ojeda y le dieron el nombre, se incorporaron a sus mecanismos de captar la realidad elementos por partida doble: si hacía calor para él hacía el doble de calor, si tenía sed, estaba doblemente sediento. Las Morochas producía la duplicación de la realidad en Toki Eder. “Si me matan por esta zona, moriré dos veces”, pensó.

Desde que emigró a Ciudad Ojeda no ha hecho más que poner a sudar sus recuerdos y temer. Temer que esta nueva oportunidad repita los mismos acontecimientos que lo llevaron a abandonar Caracas. Ciudad Ojeda estaba prácticamente controlada por ellos. “En pocos años le pondré a este pueblo Los Capriceros”, susurró para sí mientras le veía las piernas a la chica de lentes, piernas que acababa de cruzar y le pulsaban una excitación doble. “Le pondré a este pueblo Los Carpiceros”, cobijó esta vez sus susurros en la caja mental que generaba sus napoleónicos pensamientos. Toki Eder estaba dispuesto a esas metas del mismo modo en que logró, ya hace unos diez años, bautizar una calle con ese nombre en aquel barrio de Caracas. Desde que ese miedo anidó en su rutina se ha vuelto a acercar más a las ciencias ocultas. Talismanes y pulseras para el maldeojo antecedieron a este episodio. Un aviso clasificado en el amarillista y escatológico Mi diario lo guió a este rincón vetusto y hacinado de personas queriendo saber más de su pasado, esa historia a la que jamás tuvieron acceso, y de su futuro, para estar alerta a traiciones y equivocaciones. Si Toki Eder tenía algo en común con todos ellos era eso.

Tenía doce años sin apersonarse a este tipo de locales. Aquella vez, no fue el tabaco el que fue leído o fumado o bocanado para él, sino deterioradas cartas del Tarot importadas de Panamá. Lo recuerda bien. ¿Cómo no recordarlo? Mejor dicho, lo recordaba como el diagnóstico de una enfermedad incurable. Ahora prefería el humo. Algo que se pudiera deshacer con abanicarlo con una carpeta, para que no siguiera ascendiendo como una mancha fúnebre, gaseosa, hasta desgranarse por completo en el aire, y extenderse.

La primera carta que le lanzaron aquella vez fue El Papa, la vio deslizarse con la sutileza de una hoja de araguaney sobre la mesa carrasposa y con clavos hundidos como una férrea enfermedad cutánea. La segunda, El Mundo. Por último, La Muerte. Ahora temía que un orden similar repitiera esa escala que iba de lo sublime a la nada total, al destierro, a ser un nómada del mal por seis meses, huyendo de estado en estado, con un pasado glorioso a cuestas que le pesaba en sus hombros y le pisaba los talones. Un pasado en la que él y sus Capriceros figuraron como los más buscados por los cuerpos policiales de la capital y las bandas rivales. Papa, mundo y muerte; jefe, control y huida. Un triángulo escaleno que representaba su ascenso y caída en un arco que alcanzaba los nueve años.

Después de conspirar contra el jefe, alías El Gordo, pasó a ser el mandamás. Drogar y violarse a la novia de su jefe y hacer que éste se enterara al ver un vídeo grabado con la misma cámara que la organización usaba para archivar visualmente sus crímenes y fusilamientos de policías, fue suficiente para desequilibrar hasta ebullir los 30 litros de grasa de El Gordo, que explotó de la ira. Toki Eder le sopló a la policía que El Gordo estaba aplastando a golpes a la primera dama de Los Capriceros en un bar de Las Mercedes. Parecía la coñaza* un tributo al odio que sintió en ese momento, amoldándole el rostro y los senos a una fisonomía tan similar a cómo desbarató el televisor donde vio el vídeo. Cuando llegó la docena de policías, que minutos antes se dedicaba a una redada en Las Minas de Baruta, lo apresaron fácilmente. Sus cuerdas vocales se desgarraron 5mm cuando gritó a punto de ser enjaulado en la patrulla: “¡Te voy a joder Toki Eder!”. La primera predicción de las cartas ya había sido articulada. A las semanas, Toki Eder dirigió un asalto a un estacionamiento de El Marqués. Cuatro Caprice fueron hurtados. Cada uno, esa misma noche, se adjudicó de tres a cuatro secuestros, generando sumas en metálico necesarias para corromper nuevamente al módulo de la pe-eme de Petare, comprarles todas sus armas y hacer una parrillada para todo el barrio.

Los policías amanecieron amarrados y con la boca pintorreteada de lápiz labial violeta. Ya Toki Eder búscaba darle su sello personal a las operaciones de Los Capriceros. No se podría esperar otra cosa de alguien que fue parido en el edificio Toki Eder de Chacaíto. Cada segundo para él siempre ha sido, durante 32 años, un acto de sobrevivencia.



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* “Toma tu coñaza, perra, toma tu coñaza”. El Gordo repitió incontables veces que parecía backing vocal del regaetón que sonaba a todo volumen, cuyo coro decía algo así: “Muévete como una perra / brinca como una perra / ládrame como una perra / hoy es noche de sexo”.




(Cartas: El Mundo, El Papa, La Muerte)

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