Retratos literarios

Luis Guillermo Franquiz



La mirada del fotógrafo se paseó por la fachada de la inusual vivienda. Contó los pisos. Detalló la pintura descascarada en algunas esquinas. Presionó el botón del timbre antes de volver a concentrarse en su pesquisa visual. Un muchacho moreno se asomó entre las rejas del garaje. El fotógrafo se acercó para dar su nombre. El chico sonrió mientras abría la puerta enrejada.

―Qué tal ―dijo Lorenzo―. ¿Llego muy temprano?
―No, vale. Para nada. Pasa, pasa. Te estábamos esperando.
―¿Tú eres Santiago?

El muchacho asintió antes de indicarle unos escalones en la parte lateral de la edificación. El fotógrafo se acomodó mejor el bolso que llevaba en la espalda y siguió los pasos que lo precedieron hasta el interior. En el primer piso quedaba la sala. Una habitación poco iluminada, recargada de objetos pequeños y grandes cuadros en las paredes. Una alfombra oscura cubría la mitad del suelo. Santiago volvió a sonreír antes de indicar con un gesto al otro muchacho, sentado en un sofá, que acariciaba el lomo de un gato gris. Dijo:

―Éste es Luis Alfredo, el otro poeta.

Lorenzo saludó con un movimiento de cabeza. Paseó la mirada sobre las paredes, las cortinas, el pesado mobiliario. Se quitó el bolso de la espalda y buscó la superficie más cercana para sacar sus cámaras y lentes. Santiago se mantuvo cerca, erecto en medio de la sala, los brazos cruzados sobre el pecho; de vez en cuando lanzaba rápidas miradas a su amigo y reprimía una sonrisa. Luego, en mitad de un silencio, mientras Lorenzo encendía y probaba su cámara, Santiago rompió a reír. Fue una risa breve, tosca, que finalizó tan rápido como se iniciara.

―Chamo, disculpa ―dijo tras calmarse―. Es que esta vaina es burda de incómoda, ¿sabes? A mí no me gusta que me tomen fotos.
―Tranquilo, viejo ―dijo Lorenzo levantando la mirada―. Yo entiendo. Vamos a intentar varias cosas antes, a ver qué tal, y después decidimos. ¿Te parece? Okey. ¿Quién va primero?
―¿Yo? ―se adelantó el chico moreno―. Es mejor salir de esa vaina rápido. Vamos a la azotea. Ahí tenemos una vista genial del Ávila. Puedes trabajar con eso, si es que la editorial no tiene otra cosa en mente.

Santiago y el fotógrafo avanzaron en silencio. Luis Alfredo se incorporó para seguirlos, con el gato en brazos. Una anciana se asomó detrás de una de las puertas para preguntar qué pasaba. Había escuchado el timbre.

―No pasa nada, Antonia. Vino un fotógrafo para retratarnos. Es por el asunto de los libros. Las fotos que irán en el libro.

El gato saltó antes de que la anciana echara una última mirada al muchacho para volver a la cocina. Ella desapareció con los labios apretados, un débil movimiento de la cabeza, una idea fija en la mente; pero prefirió ocuparse de las verduras, el asunto del almuerzo, un rezo apresurado conforme sus dedos se aferraban en torno al mango del cuchillo. Luis Alfredo se quedó con la mano cerrada sobre la baranda de la escalera, la vista fija sobre la puerta; luego se quitó los lentes y limpió los cristales con la tela de su franela. Alzó la cabeza para escuchar algo, parte de la conversación de los otros, pero no oyó nada. Volvió a ponerse los lentes y después comenzó a subir con calma, apretando la baranda desgastada que acompañaba el ascenso hasta la azotea.


―¿Puedes ponerte aquí? ―dijo Lorenzo. Mantuvo la cámara cerca del mentón.
―¿Con qué cámara trabajas? ¿Es una Nikon D3? Yo también hago fotografías, pero me gusta trabajar con mi Canon 2D.

El fotógrafo respondió de buena manera. Algo en los gestos de Santiago le indicó que el chico aún no se acostumbraba al lente que lo acusaba. Decidió llevar la sesión con calma, establecer un diálogo de acercamiento con su objetivo. Muchas horas de trabajo previo le permitieron adivinar la incomodidad del retratado. Decidió preguntarle sobre su trabajo narrativo, lo que escribía. Santiago le contó acerca de sus poemas, la necesidad de expresar lo inconforme que se sentía a través de las estrofas que elaboraba con afán. Mientras buscaba una posición cómoda, sus dedos hurgaron dentro del morral que había llevado colgando. Sacó una bolsa de papel marrón, un estuche de metal; muy pronto tuvo el pitillo encendido, algunas caladas. Preguntó al fotógrafo si le molestaba el vicio: era para relajarse.

―Perfecto. ¿Puedes mover la cara hacia tu derecha?

Lorenzo intuyó que el fondo luminoso de la pared serviría de marco ideal para la piel oscura del muchacho, resaltando la mirada, el tono de sus movimientos. Santiago habló sobre el vacío, la vacuidad de la existencia, la nada; así que el fotógrafo quiso jugar con esos elementos, retratarlo con un marco neutro, indefinido, abierto, bajo el sol. El poeta siguió hablando sobre la labor creativa, lo que estimulaba su escritura, conforme la punta encendida se acercaba a sus labios gruesos; Lorenzo se limitó a asentir en diferentes oportunidades y adivinar los momentos exactos en que debía capturar los gestos, las pausas, la mirada melancólica que se filtró hasta la superficie de la azotea. Porque la fotografía era un arte preciso, milimétrico; casi como un cazador que espera a que la presa demuestra su lado vulnerable, el costado flaco donde chocará el flash.

―¿Qué te parece si me monto en el tanque? ―dijo el poeta con media sonrisa.
―Fino, men. Lo que tú prefieras. Vamos a probar.

Lorenzo fluyó esperando conseguir una buena toma. Lo observó maniobrar por la estrecha escalera, quedar en el borde, erguido, sobre el mundo. El fotógrafo pensó que era probable que Santiago se sintiera incómodo ante su lente debido a la interpretación de las fotos, porque el resultado final lo mostraba tal y como lo veían los demás, no como se veía a sí mismo. El perfil oscuro del muchacho quedó recortado contra el cielo libre de nubes y Lorenzo se apresuró a obtener diferentes imágenes, juegos con la luz, el vacío sobre sus cabezas, un contrapunteo visual con las frases que el poeta soltaba de vez en cuando.

―Okey. Quédate así. No te muevas ―pidió el fotógrafo. Dio un par de pasos hacia atrás para ampliar la perspectiva, volteó la cara para ver dónde pisaba y tropezó con las pupilas fijas de Luis Alfredo. Sus ojos miraban sin pestañear, detrás de los lentes, las manos en los bolsillos del pantalón, los labios en una sola línea casi invisible. Lorenzo saludó con un gesto del mentón y se concentró en Santiago, sentado en el borde, las piernas sobre el vacío, el cielo azul sobre su cabello encrespado. De pronto le vino la idea: “Este tipo está frito. Súper tostado”. Pero no lo dijo. Creyó que sería poco amable llamar a su cliente un desquiciado, un loco de carretera. Lo único que necesitaba era tomar las fotos; después trabajaría con el otro muchacho, el pálido, y podría irse a casa, a trabajar en su computadora. Recordó que había de todo, para todos los gustos, y que en el fondo disfrutaba con la variedad de tomas.

―Chamo ―interrumpió Santiago―. ¿Y si me guindo de la antena?

Sólo después de haber intentado diferentes ángulos, Lorenzo entendió que Luis Alfredo personificaba un reto fotográfico. El muchacho colaboraba muy poco, apenas hablaba y había definido su obra como un pasticho intelectual y político. Nada de esto ayudaba a visualizar una idea precisa para enmarcarlo. Lorenzo no cayó en la frustración, hizo todo lo contrario: saltó hacia delante.

―Ya va, panita. Vamos a tratar con otra cosa, ¿te parece?

Antes, con Santiago, jugó con la piel oscura del poeta, sus matices pardos; entonces quiso darle la vuelta al concepto y atreverse a eclipsar la palidez de Luis Alfredo. Lo retrató abajo, junto a las escaleras, en un rincón poco iluminado para que resplandeciera su mirada y la tonalidad lechosa de sus miembros. Aún así, todo lo que obtenía eran tomas planas, lineales, repetidas. Detrás del muchacho, por encima de su hombro izquierdo, colgaba un retrato religioso: una madonna con un niño bermejo. Algo en la imagen hizo que Lorenzo asociara a Luis Alfredo con un monje italiano, parco, anciano, hierático; quizás porque también era calvo, tal vez debido a la incipiente barba dorada que manchaba su mandíbula. Se esmeró en buscar la comodidad del escritor, su permeabilidad, pero todo intento fue infructuoso. Parece la religiosidad en pasta, se dijo.

Unos pasos más allá, junto al marco de la puerta, Santiago hablaba y ofrecía sugerencias, posturas, encuadres. El fotógrafo asentía, sin prestar mucha atención; Luis Alfredo lo miraba de vez en cuando, esforzándose por colaborar, consciente de que todo amenazaba con salir mal, y eso lo ponía más nervioso. Aún así, todo lo que conseguía era un envaramiento mucho mayor. Lorenzo quiso que se atreviera a jugar con las poses, ensayara otra cosa, un toque espontáneo; pero nada funcionaba. Santiago intervino:

―Chamo, intenta otra vaina ―dijo―. Pon cara de loco. Suéltate.

Lorenzo tomó una decisión sobre la marcha. Si no podía vencer lo que él llamaba la rigidez eclesiástica del muchacho, lo empujaría hacia el otro extremo. Le molestaba la postura inflexible, monacal, como una estatua de mármol en medio del Vaticano. Si no puedo empujarla, entonces la fracturo, pensó. Le pidió al poeta que se moviera, intentarían en otro sitio. Lorenzo deambuló como si fuera el dueño de la casa, el amo de aquel torreón peculiar alzado en medio de la ciudad. Más allá de la cocina, en la puerta que daba a un patio interno, halló lo que buscaba. Un par de ventanas rotas, con la tela metálica desgastada, deshilachada en varias partes.

―Ven ―pidió el fotógrafo―. Ponte detrás de la ventana, mírame.

Luis Alfredo apenas se movió. Quiso saber el porqué del sitio. Especuló que podría incomodarle el resultado final, pues su rostro saldría fraccionado, incompleto. El fotógrafo sonrió internamente, queriendo aplaudir el esfuerzo del poeta, la luz para ver más allá de lo evidente. Por supuesto que saldría fragmentado, pero así era como deseaba retratarlo: ajeno a las normas, vivo, una imagen poco cónsona con su naturaleza papal. Si con Santiago tuvo que mantener la correa corta, con Luis Alfredo pensaba azuzar a la bestia que intuía se agazapaba debajo de la sotana emocional y los gestos de marfil.

―No sé ―dijo Luis Alfredo―. ¿No podemos hacer otra cosa, en otro sitio?
―Tranquilo, panita ―dijo el fotógrafo―. Confía en mí. Da la vuelta y mírame.

La mirada que le devolvió el poeta fue intensa, incómoda, casi violenta; pero Lorenzo se aprovechó de esas respuestas para hurgar más en el fondo. Creyó ver el contorno de una sombra adherida a la piel pálida, entre los lentes y las pestañas, serpenteando entre la ventana rota y la figura del muchacho. Como con Santiago antes, Lorenzo percibió a través del lente que Luis Alfredo no se mostraba tal y como era, que se esforzaba en ocultar algo. Su intuición le susurró acerca de una naturaleza agresiva-pasiva, un encubrimiento que minaba sus fuerzas reales. Se fijó que buscaba con los ojos a Santiago, quizás queriendo mirar sus palabras incoherentes para mayor seguridad; pero el otro poeta había desaparecido, tal vez en busca de la mochila y su orgánico contenido. Lorenzo disparó la cámara, seguro del contraste logrado.

―Arrímate un poco hacia la izquierda, pana. Así. Ahora mírame.


Las manos de Lorenzo se movieron con cuidado, colocando cada lente en su estuche y la cámara en otro compartimiento aparte. Preguntó sobre la historia del edificio, la originalidad de su estrecha construcción. Santiago le contó que sus padres habían comprado la parte de abajo en los años 60 y se instalaron allí. Los pisos superiores estaban ocupados por un español ladilla que jodió bastante antes de acceder a venderles su parte. Al final pudieron organizarse en aquel estrecho torreón, repartiéndose entre los cuatro pisos de la edificación.

―¿Te importa si saco otras fotos? ―dijo Lorenzo.

Santiago encogió los hombros antes de negar con la cabeza. Acariciaba con descuido la espalda del gato gris recostado junto a él. Luis Alfredo estaba sentado al otro lado del sofá, junto a la mochila, mirando alternativamente a su amigo, al fotógrafo y al gato. Santiago preguntó el porqué de su gusto por la torre si era un fastidio tener que subir y bajar escaleras varias veces al día. Además, todo era muy estrecho y encerrado; a excepción de la azotea y el estudio de su padre, también arriba. Le tocó el turno al fotógrafo para encogerse de hombros. Sonrió.

―No sé ―dijo Lorenzo―. Me llama la atención la estructura, el modelo de su arquitectura. Es un edificio arrecho. Es la primera vez que veo una vaina así, en medio de Caracas, y créeme que he visto vainas raras; pero tu casa es de pinga, panita. Me gusta.
―Múdate, pues.

Pero Lorenzo prefirió obviar el comentario de Santiago y merodear por las escaleras, los otros pisos, buscando rincones especiales, juegos de luz, puntos inesperados para capturar con su lente. Alcanzó la parte más baja, un improvisado estudio de pintura. Le agradó la policromía que colgaba de las paredes en contraste con la luminosidad que se filtraba por las ventanas rectangulares. Desde arriba llegó la voz pastosa de Santiago, llamando a la sirvienta:

-Antonia. ¡Antonia! Trae limonada, por fa.


El sonido de la música lo incitó a subir las escaleras. Las notas provenían del último piso, de la azotea, de una habitación contigua. Kind of Blue, de Miles Davis. Lorenzo se detuvo frente a una puerta doble, madera clara, con una de las hojas entreabierta. Apoyó los dedos y empujó con cuidado. Las notas musicales se intensificaron. Se concentró en los dos cuerpos que forcejeaban junto a un escritorio grande: Santiago sobre la espalda de Luis Alfredo, los gemidos apenas audibles; la cámara del fotógrafo se detuvo a medio camino, dejando que la escena se desarrollara un poco más. Detalló las dos formas imbricadas, la piel oscura derritiéndose sobre la pálida, manchándola, como chocolate vertido sobre vainilla. La oscuridad devorando la luz. Los roles cruzados: El loco de rodillas, no rezando; y el monje enloquecido, la cara contra el piso, mordiéndose los nudillos. Uno apoyándose en el otro. Debió habérselo imaginado. Era obvio que se complementaban, más de lo que hubiese supuesto. Lorenzo se quedó inmóvil, ambivalente, indeciso de aprovechar las posturas y obtener nuevas imágenes. Algo en la superposición de las pieles le atrajo por el contraste, el frenesí de los músculos, la postura de los brazos. Escuchó que Santiago elevaba un poco la voz:

―Relájate, men. Relájate para que no te duela.

Su compañero respondió separando más las piernas. Lorenzo fijó el objetivo y sacó varias instantáneas, sin flash, tan rápido como pudo. Se sintió ajeno y partícipe a un mismo tiempo. Calculó una última toma antes de retirarse, pero la mirada de Santiago, viéndolo por encima de su hombro, lo detuvo. La boca del poeta se torció en una mueca que podía ser una sonrisa. Luis Alfredo se quejó. El fotógrafo tomó la imagen final, previa al desahogo, en medio de “Blue in Green”.

La vieja Antonia terminó de picar el cebollín con la maestría de años de práctica. Su vista se alzó al techo de la cocina, segura de lo que sucedía tres pisos más arriba. Cada vez que sonaba esa música era lo mismo. Apretó los labios. Si los señores supieran lo que hace el hijo, tan sinvergüenza. Y ahora con un fotógrafo. Bien bonito, pues. Pero eso no era su problema; ella se limitaba a cocinar, limpiar un poco, rezar cada vez más, porque estaba segura de que aquello era una ofensa a las leyes divinas. Se lavó las manos en el fregador, murmurando otra plegaria, meneando la cabeza, rogando que el Señor no enviara un rayo purificador y los destruyera a todos por igual. Ave María Purísima, sin pecado concebida.




(Cartas: El Loco, El Sacerdote, La Torre)

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