Vistiendo a los niños

Enza García



“You must pay for your crimes against the Earth.”
M. Bellamy



Mi mujer ya no es aquella carajita y ahora ha enloquecido.

Siento pena por ella. Dos estocadas unánimes: una sangra por fuera con escandalosa precisión, la otra se dedica a llover por dentro. Es demasiado para cualquier criatura doméstica. Sangre y lluvia siempre son amenazas para la guarida. Pero en general, esta mañana en sepia no es digna de confianza: las cosas quieren verse más antiguas de lo que son en realidad, y eso es como cuando algo más logra ponerse en el lugar de nuestro buen Señor. Miren que si el paganismo fuera todavía una cosa seria no tendríamos reparo ni templanza.

Desde que nos dieron la noticia, supe que nuestros puertos serían devastados. Los de ella, en realidad. Yo no acostumbro a asentarme cerca del agua. Aunque el mar no es agua en el sentido estricto: no consideraría agua a aquello que no quita la sed. Su cuerpo no lo aguantaría, eso temimos. Yo llegué tarde al mundo y a su vida, mientras que un zorro de modales suizos había engullido la estrella sobre su cabeza para que este niño llegara más tarde que el resto de las cosas. Ella también había dejado de ser una niña y yo, por puro cansancio, me había acostumbrado al mar. Su cuerpo no aguantaría otro espíritu en ebullición. Pero no había cómo deshacer el entuerto. Cuando nos enteramos era tarde. Hubiésemos tenido que sacarlo por pedacitos y él no hubiese podido gritar. Ha de ser terrible, me lo figuro esta mañana en sepia mientras me preparo: te arrancan un pie, la pierna, las vísceras, y no puedes decir nada al respecto, ni siquiera sabes que te están dando santa muerte. Por eso decidimos jugar la partida contra todo pronóstico.

Yo conocí a su madre hace veinte años en Caicara de Maturín, un 28 de diciembre durante las Fiestas del Mono. Debí saber que nada bueno vendría de una mujer conocida el Día de los Inocentes. Ella estaba en el centro del desfile. Me explico: un hombre se disfraza de mono y baila agitadamente, mientras tras de sí los propios y ajenos se arremolinan imitando la cola. Ella estaba ahí, y al caer, embestida por la fuerza del jolgorio, no pude evitar rescatarla cuando le tocó recibir los correspondientes correazos por haber perdido el equilibrio. Era parte del juego y ella quería jugar. Pero yo no pude contenerme. Era una niña. La chota nos vigilaba pero todos queríamos ser felices. Yo era un hombre fuerte y podía darle todo: tenía una casa donde la luz entraba como potra desbocada. Tenía para comprarle vestidos y zapatos. Mi padre había llegado a este país huyendo de las trincheras: sentado en la línea del tren pensó que un día volvería a tener raíces. Se lo decía con los puños cerrados porque le preocupaba sentir dolor por largo tiempo. Mi padre me dejó su pedazo de tierra y partió: imagino la melodía celta que lo recibió a las puertas del cielo. Había tenido varias mujeres y familias en estos parajes: indias, paisanas, ajenas. Pero mi padre nunca fue un pecador, nunca fue egoísta ni disparó a quien no le hiciera daño. Pobló su tierra y vendió toda la leche. Yo, por ser el primogénito y el más rubio, heredé la mayor parte. Pero ella quiso volver al mar y yo fui tras de ella. Debí saberlo desde el principio. Yo ya estaba viejo y ella era chamisa. Debía saber que sería malo correr detrás de una mujer llamada Amalia.

Fue bastante sencillo llevármela a mi lado. Eran tiempos difíciles. El padre de Amalia era enemigo de Estrada. Eso no tenía claroscuros: al hombre se lo llevaron una noche y lo mandaron a Guasina. Ella era la más joven. Ahora sus hermanas han muerto y ella está tan sola, llorando discretamente es una esquina del cuarto mientras las mujeres tratan de traerla al ruedo. Pasaron demasiadas noches antes de que ella pudiera darme un hijo. Incontables rituales, numerosas pócimas y rezos. Pero todos lo sabíamos. “Amalia” significa “ternura” y “debilidad”. Es verdad que los griegos lo sabían todo. El chacal de Güiria se llevó a aquel padre que pudo haberlo evitado. Tal vez no. Yo tenía tierras y podía comprarle vestidos. Yo era fuerte. ¿Cómo iban a negármela? Pude tener cualquier hembra: parirme un hijo hubiese sido el privilegio de muchas en estos predios. Pero Amalia se me metió por dentro y me llevó al mar. No confíes en la mujer del mar, me dijo mi padre alguna vez. Él había perdido la cabeza por las mujeres que se iban a refrescar en la bahía de Pozuelos, y de niño, una vez en Ballycastle durante unas vacaciones familiares, había perdido el sentido debajo de un mesón en una agreste taberna: las mujeres del lugar reposaban la timidez veraniega con níveas faldas y olores ácidos que se meterían en su corazón para siempre. Eran mujeres doradas con tetas de canela y grietas melosas. Indias o celtas, es lo de menos. Se les podía chupar y apretar sin medias tintas: buenas bestias domesticadas, sólo gemían como animales si se lo pedías con un por favor. De resto, gemían bajito, como agradecidas. Pero ninguna me dio un hijo. Ninguna fue la elegida hasta que recogí a Amalia en las Fiestas del Mono. Fui a su casa la misma noche que la Seguridad Nacional acudió al encargo. Abelardo Guanipa, el padre de la mujer que había escogido para mis años finales, fue llevado con una capucha en la cabeza. Los crímenes que se le imputaban eran vagos: difamación, lascivia pública, proselitismo, contrabando. Aquello parecía una historieta: sólo faltaba el místico héroe de capa y antifaz que nos rescatara del circo dialéctico. Días atrás un hombre había sido ajusticiado a planazos porque lo consiguieron robando cigarrillos, mientras que al padre de mi mujer lo buscaban por haberse reunido con unos adecos que planeaban una revuelta oriental. Alexander lloraba en la línea del tren porque unos soldados habían violado a su madre y a su hermana, los mismos que lo obligaron a enlistarse para defender la causa de los aliados. No eran los enemigos, como Amalia, a quien pregunto en esta mañana sepia para qué vino a mi vida si debo hacer estas cosas, si dedo tomar este puñado de arroz de dónde debo escoger dos granos, los más bonitos acaso. Pero decía, fue la causa quien rompió las cosas que él consideraba puras. Es curioso, ahora que lo pienso tras los años y el calor. Uno va por la vida deseando penetrar en la intimidad de las mujeres. En el fondo, todos somos un soldado con una sola causa. La conquista de la santa hendidura. Nos enseñan que toda mujer guarda algo sagrado en su cuerpo, y que nosotros, soldados del ángel caído, no podemos permitir que esa ciencia misteriosa se propague como una enfermedad: es menester que la mujer se vuelva terrestre y se baje del pedestal donde le vendan los ojos y la obligan a llevar una balanza en la mano. Pero por alguna razón esperamos que nuestra madre o hermana sean inmunes al designio. Mi padre estaba solo en la línea del tren y ya no tenía de qué ufanarse. Si alguien se hubiera sentado a su lado a contar monedas de oro o a llevar a cabo el inventario de la gente que lo quería, Alexander se hubiese cortado el cuello. Mi padre se llamó Alexander al principio. No tenía tierras. Ni vacas ni hembras sagradas que defender de otros soldados. Por eso se fue caminando. Lento y amarrando el llanto al interior de su bóveda, y no se detuvo hasta que llegó a un puerto y ahí no se detuvo hasta que zarpó. Gracias al buen Dios, no debo contar que robó a nadie. Quizás bebió de donde no debía, pero el pedazo de tierra que me heredó y que yo cuidé desde la distancia fue producto de su honrada mano. Al llegar aquí, le cambiaron el nombre en el registro civil.

Ha de ser algo antiguo que uno no pueda mentirle a sus mayores. Después el Chacal de Güiria se llevó al padre de mi mujer y ella quedó sola en el mundo. Amalia me dijo que sí esa misma noche. Había mandado a llamar por mí, mientras su madre se rasgaba el vestido y sus hermanas pedían clemencia a los santos. Una vez que La Chota tocaba a la puerta el aire hervía. Humeante el frío y la duda, Amalia comprendió que decirme que sí sería su único resguardo. Esa misma noche me la llevé. Y luego me arrastró al mar, a una casita que mandó a pintar de blanco. Era una niña cuando le di un beso. Era una canción de cuna cuando me devolvió el beso desde el fondo de su vientre. Al principio se ponía a llorar, se resistía, me golpeaba con azotes ingenuos que luego se convirtieron en el signo de un amor profuso. Pero como decía mi padre, había que tenerle cuidado a esas mujeres que gemían en voz baja, como buenas bestias domesticadas: son esas las mujeres que te amarran para siempre. Te convierten en un faro. Y ellas, en la ancha bahía. Pero no es verdad. No eres más que el perro de un fantasma y los fantasmas son lo único que duran para siempre, aunque la vida sea breve y la eternidad encalle en otro lado. Es lo único bueno de estar tan viejo, se puede hablar de lo eterno sin sonar pretencioso. Pero hubiese preferido en el fondo a cualquier otra, una de ésas que por costumbre la parían un hijo al patrón para siempre merecer sus favores: unos vestidos, maquillajes, zapatos, cualquier cosa de colores y aromas exóticos, cualquier cosa que pareciera una promesa de monarquía.


Al principio ella se sentaba a mis pies. Decía que contaba buenas historias. Eso también se lo debía a Alexander, que procuró que su hijo mayor leyera más de la cuenta. Amalia decía que era bueno para su corazón cuando yo le contaba de las sirenas que amamantaron a mi padre. Ella se reía y miraba por la ventana, imaginando por encima de la bruma de su mar, el mar que Alexander dejó tras de sí. El mar de aquella infancia con mujeres perfumadas que forjaron su interior con la bruma de hierro y los campos inextinguibles. Un hombre puede contar historias toda su vida. Incluso puede dedicarse a ello como quien se dedica a labrar la tierra o a hacer panes. Pero cuente lo que cuente, no importa, nunca será igual. Contar historias a una mujer no es lo mismo que contar historias al resto de los hombres. El héroe que escribes para tu mujer debe ser como tú. Esas historias deben traerle a un héroe grácil que necesite volver a casa, aun si naufraga en la isla del placer perpetuo. En cambio, las historias que contamos a nuestros hijos deben revelar a un héroe sin amagos de fragilidad: lo que no sea valentía y heroísmo está velado para nuestros infantes. El héroe siempre triunfa, se queda con la mujer más hermosa y derrota a los enemigos sin un ápice de duda. Nunca le podríamos decir a un niño amado que tememos por él y por su madre, que a veces tememos corrompernos en el trayecto. Tampoco podemos decirle que hemos dejado de temer por su madre y que allá lejos otras pieles nos invitan a que nos juguemos el pellejo, sin importar si finalmente nos hemos convertido en corruptos amasijos. Nunca confíes en la mujer que te deja asistir, silenciosa, a la conquista de otros mundos. Yo pensaba que Amalia sería pequeña toda la vida, encargada del bordado y de las olas del mar, siempre jovial en las mañanas o melancólica cuando era menester recordar a su padre abducido por un peldaño de la historia. Nunca debí confiar en su inocencia. Ella se sentaba a mis pies con la más vaporosa de sus batas y el cabello trenzado: escuchaba la historia del gigante que devoró a sus descendientes y con la mano en el pecho me miraba desde la alfombra, con esa mueca que invitaba a la compasión, pero también al agravio. Mi mujer era una monarca caribe que domesticaba pirañas. Cuánto les gusta que las crean misteriosas, a pesar de su elaborada candidez. Pero, ¿queda misterio en ellas después de verlas parir? Para eso vinieron al mundo. Nos llevan nueve meses dentro, nos alimentan y nos miran, a veces creen que nos pueden decir qué hacer con el tiempo. Aunque uno esté lejos teniendo sueños heroicos, matando y gimiendo para no caer como la fruta podrida, siempre hay una que sabe demasiado y calla, una a la que valdría la pena ahorcar de un árbol para recordarles lo que no deben hacer.

Pero tal vez en Amalia sí haya un recodo final de misterio: con esa palabra ancestral decimos que una mujer de golpe se ha alzado con el poder. Por eso desde aquel Cirilo hasta acá se han matado a tantas mujeres por brujas. Nuestro hijo se apresuró y ella no quiso ir al hospital. Con la partera bastaría. Con la anciana comadrona que solía poner estampitas de José Gregorio Hernández debajo de la mujer cuando el niño venía mal atravesado. Yo dejé que Amalia hiciera su voluntad. Por veinte años ella había seguido la mía. Por veinte años había lavado mis camisas mientras yo bebía de su juventud agreste. Nunca le pregunté si era feliz. Creo que debí preguntárselo, porque hay mujeres que no dicen nada si uno no se lo pregunta, como si en el fondo ellas mismas labraran la estaca que uno va a clavarles. Yo no sé. Hay mujeres que nacen para desolarle los puertos a cualquiera.

El niño nació muerto anoche, mientras el mar bramaba con sus musas ariscas. Cuando el amor llega así de esa manera uno no se da ni cuenta. La radio amasa esta mañana desvencijada, sepia, un mar que pretende la cenicienta calma de otros santos lugares. Amalia cargó al niño y lo dejó caer. Ave María purísima, dijeron las mujeres que sacaban las sábanas bañadas de fluidos. El niño se ahorcó, porque quería ser un dios nórdico, no sé, quizás por una antigua venganza en mi contra: yo le había robado a su joven madre. La mujer que lo recibiría ya no guardaba lozanía en el pecho. Yo me lo había bebido todo. Me había robado la leche de todas sus hendiduras. Ahora ella está en la esquina del cuarto, terminando de sangrar con un llanto silente, un llanto que me recuerda mucho a sus primeros gemidos en mi lecho. No debí quedarme con algo así. Ahora debo vestir al niño, como reza la tradición. A la templanza la pintan como un ángel circunspecto, terrible: eso lo dijo un poeta, pero antes ya lo habían dicho las viejas de estos puertos, inmutables ante la llegada de un niño como éste. Debo vestirlo de blanco y decir las palabras necesarias porque su madre no puede levantase para decir bendición alguna. Y lo más importante, como nos enseñaron a tiempo: debo ponerle los granos de arroz en los párpados. Es la única forma de que baje a la fosa con los ojos bien abiertos, para que no se extravíe en busca de las alas que ganó para sí. Era un varón. Me hubiese gustado contarle que su abuelo veía sirenas en el norte a pesar de la nieve. Contarle que no había nada malo en saber que la eternidad siempre estaba en otra parte.



(Cartas: La Temperanza, La Estrella, La Justicia)

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