Rebis hombruno

Fedosy Santaella

(foto: Arno Declair)


En aquel entonces ella llegó a creer, para su propio asombro, que se estaba enamorando de un hombre; nada más y nada menos que de Juan, su jefe. Sus maneras toscas, su voz ronca y afónica, su cuerpo cuadrado, sus nalgas grandes pero lisas y sus pechos fofos tenían algo que le recordaba al tipo de mujeres por las que se sentía atraída. Pero de ahí a enamorarse de Juan debía haber, según todas sus lógicas, una travesía de abismos infranqueables. Razones para no gustar de los hombres le sobraban, pero había una en específico que la sacudía y le daba sus trancazos de cordura. Más que una razón, la veía como una baba viscosa y ardiente que cubría y dañaba el cerebro masculino, y que no era más que el constante deseo sexual que llevaba a los hombres a percibir a las mujeres como cosas. Ni una conversación decente podías tener con ellos; se les notaba el hastío, las ganas de irse al acto. Con las mujeres en cambio, una conversación era una conversación y no un molesto preámbulo al sexo. Con una mujer ella podía tomarse un café y hablar por horas de películas, de cine, de libros, de su trabajo en la editorial e incluso de sus cursos de esoterismo y de sus piruetas con la poesía. En una conversación de mujeres ella se fundía con el ambiente, desplazaba el tiempo y el espacio y se convertía en una boca sin cuerpo que se movía por el simple goce de permanecer y de emitir sonidos. Ella había llegado incluso a estar desnuda sobre una cama con mujeres hombrunas —tan sexuales ellas, tan llenas de ganas de meter la lengua— y nunca sintió esa desesperación, ese apresuramiento torpe y tan célebre en los hombres.

Todo empezó por el chat, ese placebo, ese mediador de soledades. En aquel tiempo su relación con Luisana había caído en las fosas gélidas del hastío, y ella, deprimida e insomne pasaba largas horas frente a la computadora. El nombre de su jefe, siempre en línea, le susurraba tentaciones. Nunca le había importado hablarle (estaba allí, desde hacía años, en la lista de otros tantos nombres inocuos). Nunca hasta que lo de Luisana empezó a fallarle, hasta que ella empezó a pasar noches en vela frente a la laptop, con la cabeza llena de alimañas de piel caliente. Una noche le escribió, y desde entonces no pararon. Chateaban también en el trabajo, pero las mejores conversaciones ocurrían en casa. Fue precisamente en casa donde, poco a poco, esas conversaciones fueron subiendo de tono. Llegó un momento en que las sugerencias del morbo gritaban descaradas. Si ella escribía «Bueno, me tengo que ir», Juan respondía «Espera, que no he acabado». Y ella se obligaba a pensar en la baba que cubría el cerebro de los hombres, y volvía a decirse que no podía ser, que estaba desvariando.

En persona aquella mezcla de nausea y placer conocía el agregado de la mirada. Aún más enajenante que las propias palabras, la mirada de su jefe no se apartaba de su cuerpo mientras hablaban asuntos de trabajo. Sí, por lo general ella llevaba un escote. Y sí, sus senos eran operados, grandes. Y sí, llevaba falda y mostraba sus piernas torneadas y morenas. Y sí, su boca era gruesa y siempre estaba pintada de rojo. No podía negar nada de esto. Pero las mujeres no se operaban los senos y se ponían faldas y escotes con el sólo fin de provocar a cuanto hombre les pasara por delante. Lo hacían, siempre y ante todo, para sentirse bien con ellas mismas. También para llamar la atención de alguien nuevo en sus vidas (un hombre, uno solo; y en casos como el de ella, una mujer). O, en la más desesperada de las instancias, para recalentar un amor enfriado.

Esta última era la razón que movía sus acciones en aquellos días. Luisana se la pasaba muy ocupada con sus juicios, y ella había tenido un año movido en la editorial. No era que discutieran, sólo que la relación se había vuelto aburrida y le faltaba un nuevo empuje.

Así que se propuso renovarla con los recursos de costumbre: salidas al cine y a cenar, conversaciones calmadas y profundas, uno que otro proyecto nuevo, buenas dosis de sexo, y por supuesto, peinados, ropa adecuada, piernas y escotes. Su jefe no tenía por qué conocer los motivos de fondo, y la miraba con descaro suponiendo que ella pretendía algo. Su apreciación, no obstante, no era del todo equivocada. En más de una ocasión, mientras se vestía o se bañaba, ella llegó a pensar en sus ojos pequeños y severos, en sus manos grandes y en su boca gruesa con bigote incipiente; en Juan, sí, y no en Luisana, que no resultó tan hombruna como ella hubiera querido. Era sí una abogada de primera, jueza de la nación, atractiva, sofisticada y con ese toque masculino que siempre le ha gustado en las mujeres. Cuando se conocieron, ella pensó que finalmente había dado con su Rebis, aquel ser de los textos alquímicos que había descubierto en sus primeros cursos de esoterismo; aquel hombre-mujer perfecto, idéntico a Dios, posible en vida a través de la unión amorosa. Pero todo terminó siendo un manojo de apariencias. Aquella mujer aguerrida y extrovertida, la hembra alpha que sometía el entorno con su presencia poderosa, resultó escandalosamente pasiva en la intimidad. Luisana tenía en realidad una urgencia absoluta de ser sometida a los designios de su pareja, ella, la editora prudente y seria que prefería escribir poesía y entretenerse con discretas lecciones de cábala. Al cabo de un tiempo comprendió que aquella intimidad subyugada era el respiradero de la falsa Rebis, su manera de descansar, de sacarse de encima tanta responsabilidad y de sentirse humana. No era lo que ella hubiera deseado en una mujer, pero para cuando lo supo ya habían comprometido los sentimientos. El corazón manda, y ella estuvo muy enamorada de Luisana al principio.

Su jefe, no obstante, sí era hombruno, hombruno como le gustaban las mujeres. Porque en su jefe había algo masculino y al mismo tiempo femenino que le fascinaba. El sólo imaginarse una emanación de aquel espectro poderoso que era su jefe, y pensar que podía sentirse plena en la unión de los cuerpos, era ya una tentación difícil de resistir. Cierta noche, mientras repasaba los apuntes de su última clase de simbolismo, acudió a las páginas del diccionario de Chevalier y Gheerbrant. Se detuvo ante la palabra «andrógino». Leyó: «Fórmula arcaica de la coexistencia de todos los atributos, comprendidos los atributos sexuales, en la unidad divina, así como en el hombre perfecto, sea que haya existido en el pasado, sea que haya de ser en el futuro». Volvió a leer, se detuvo en dos palabras. «Hombre perfecto». ¿Era posible aquello? ¿Estaba ella volviendo a los hombres? ¿No había tenido suficiente? ¿No había acaso encontrado la felicidad en el valle florido de la entrepierna femenina?

Aterrada de sí misma, se propuso entonces proscribir de su mente cualquier asomo de infidelidad. No iba ella a retroceder luego de todo aquellos años, después de dos divorcios dolorosos y de haber descubierto que nada tenía que buscar en el mundo de los hombres. Pero una tarde, sentada en su escritorio, se descubrió apretando las piernas y se vio acostada sobre una cama con su jefe encima, besándola. Si bien ya había dejado volar su imaginación en otras ocasiones, esta vez captó la escena con una desconcertante nitidez sexual que le aportó olores, sabores y hasta sensaciones carnales. Entonces salió corriendo a pedir vacaciones. Luisana, que como ella se había hecho el propósito de recuperar la relación, también pidió las suyas y se fueron para Higuerote.

Los primeros días les fue de maravilla, mejor de lo que ella hubiera esperado. Se concentró totalmente en su pareja, tuvieron conversaciones largas y sabrosas, y también unos muy cómodos silencios.

Una noche, hacia el final de la estadía, se apartó del cuerpo dormido de Luisana y salió al balcón. Se acomodó en una tumbona y encendió un cigarrillo. Estaba contenta, sentía que había superado una dura prueba.

Al fondo se escuchaba el sonido del mar. Más acá, el sonido de los grillos y de las ramas mecidas por un viento ligero, rodeaban la gran copa del árbol que constituía el paisaje más cercano a la habitación. Los distintos niveles de la noche se le metieron dentro. Noches como esas siempre escarbaban en ella y la ponían en contacto con esas zonas profundas que tanto anhelaba conocer a través de poetas como Blake o autores como Mircea Ileade o Paracelso.

Metida allí, indiferenciada de sí misma, se imaginó o se vio desnuda, brillante como alabastro, recorriendo las calles de una ciudad. En las calles de Higuerote o quizás en esa ciudad parecida a Caracas, aullaron unos perros. Ella, como quien necesita salir de un laberinto, comenzó a buscarlos. Sin explicación aparente, se puso a otear hacia los techos. Allá arriba le aguardaban las cornisas y la luna. La luna llena. Se imaginó o se soñó —¿se había quedado dormida en el balcón?— sobre la cima de uno de aquellos edificios, en medio de dos perros y frente a un riachuelo. Los perros no paraban de aullar y ella empezó a aullar con ellos. Del riachuelo salió una langosta con una letra «a» en una de sus tenazas. «La letra que faltaba», dijeron los perros al unísono con voz de tenores y luego siguieron aullando. Ella se agachó para recoger a la langosta, pero cuando estuvo en cuclillas el animal de las tenazas ya había desaparecido. Se puso de pie y tampoco había rastros de la luna. En cambio, frente a ella, en la distancia, vio la silueta de su jefe. No se le distinguía el rostro, pero por alguna extraña razón ella sabía que sonreía. Su jefe caminó hasta ella; sus manos ásperas, surcadas de líneas marcadas y filosas como hojillas, tocaron su cara con paradójica delicadez. Su lengua hecha de niebla besó la lengua carnal de ella, y en apenas segundos cubrió la totalidad de sus órganos como un manto sagrado de placer cuya extremo terminaba sobre el clítoris erecto. Sintió un arrebato abrasante que se le antojó más real que onírico, y ya creía que iba a morir del placer cuando su jefe, oscuridad y nubes, se esfumó de golpe. Ella no encontró mejor salida para aquel abandono que aullar en el vacío, y así se imaginó o se soñó hasta que sintió un ardor entre sus dedos. El cigarrillo le anunciaba el fin de su brevísimo tiempo. Ella sacudió la mano, dejó ir la colilla y se regresó a la habitación. Sobre la cama, su entrepierna fue un tobogán resbaladizo, aceitado y a pleno sol de mediodía. Tuvo que luchar con todas sus fuerzas para no masturbarse junto a la dormida Luisana.

Desde esa noche su jefe se le convirtió en una presencia arrolladora. De algún modo bizarro y espantoso ella estaba siendo infiel. Pero no hizo nada para luchar contra su obsesión, y se dejó llevar por el deseo. Su conflicto interior se proyectaba en malhumor y aislamiento. A pesar de que todavía le quedaba una semana de vacaciones, se aisló en su apartamento y apenas vio o habló con Luisana. Se instaló frente a la computadora, con la ventana del chat siempre abierta. Como en otras ocasiones, su jefe le contó del trabajo, y esta vez hasta le reveló planes de la empresa, entretelones de alto nivel. Le confió que le había conseguido algunos documentos a la compañía a través de un gestor del gobierno, amigo suyo de la infancia, quien era capaz de gestionar desde una cédula, pasando por un permiso de sanidad hasta un título universitario. Una noche le escribió que en el negocio de las editoriales la realidad y la fantasía no tienen fronteras. Que el negocio de las editoriales vive en su propio mundo, con sus propias reglas, tanto en las páginas de sus libros como entre los bastidores del escritorio y la puerta cerrada; aquellos, según su jefe, eran los privilegios de una editorial, máquina hacedora de ensoñaciones. Y por supuesto, no podían faltar las indirectas sexuales, cada vez más claras. Cada vez más gustosas.

Dos días antes de su regreso a la oficina, acordaron tomarse un café matutino. No fue buena idea. Apenas se vieron ella comenzó a temblar. No podía hablar bien, tenía la boca seca y atropellaba las palabras. Estaba fascinada y al mismo tiempo horrorizada. Los movimientos de su jefe eran toscos. Agresiva su manera de hablar y mirarla. Todo aquello la excitaba, y esa misma excitación, la enfurecía. Su jefe, por su parte, sonreía. Parecía leer con claridad aquella parte de ella que estaba entregada a sus rústicos encantos. Conversaron una hora; o más bien su jefe habló durante una hora. Habló una vez más de transgredir fronteras, de la inoperancia de las leyes humanas. «Hay gente que vive en los bordes y que se ven obligados a traspasarlo con el único fin de sobrevivir, de llevar la vida a nuevos niveles que están más allá del bien y del mal», decía, y ella afirmaba con la cabeza, encantada del tono hermético de las palabras pero de igual manera segura no éstas no hacían más que abonar el terreno para la trasgresión final: el encuentro sexual entre jefe y subalterna. «Traspasar esas líneas, esos mundos, ha sido necesario para mí. En la empresa y para la empresa, pero sobre todo en mi vida». En la despedida, ya de pie uno frente al otro, su jefe la sujetó con fuerza de un brazo, la atrajo hacia su cuerpo y le dio un muy respetuoso beso de mejilla. Pero lo del beso fue lo de menos. Lo fundamental había sido el apretón, el apretón de mano gruesa que le gustó y que terminó de romper cualquier dique que aún sobreviviera en ella.

Volvió al trabajo, volvió al chat, volvió a su jefe una y otra vez buscando sus palabras, su complicidad y sus miradas ávidas de deseo. Una noche, Luisana se presentó en su apartamento y la confrontó sin tapujos. Le preguntó si estaba enamorada de alguien más. Ella tenía atorada aquella respuesta desde hacía tiempo. Le respondió que sí, que sí y mil veces sí. Luisana se enfureció, se volvió la mujer pública, la jueza de los pecados capitales, y ella se mantuvo impertérrita mientras la representante de los poderes cosmogónicos gritaba, acusaba y hasta se le quebraba la voz en un amago de llanto que a duras penas contuvo. No, Luisana no podía permitirse la lágrima; su furia, su orgullo herido, su amor pisoteado la habían transmutado de nuevo en la mujer poderosa, en aquella jueza terrible que le apuntaba con sus largos dedos de uñas rojizas. Por un momento incluso, ella la deseó y hasta pensó que quizás todo podía volver a ser como antes. Pero en un parpadeo volvió a la realidad y se encontró con Luisana soltando el resto de su frustración. «Nunca serás feliz con un hombre, nunca», gritó y salió del apartamento.

Al día siguiente, temprano en la mañana, ella se le metió en la oficina a su jefe y de golpe sentenció un almuerzo fuera de la empresa. No hubo objeciones a su mandato, y a la hora indicada se fueron en el auto de ella para un restaurante cercano. Se mostró colmada de felicidad, exultante; esta vez fue ella la habladora. Su jefe no hacía más que sonreír con esa sonrisa de quien sabe lo que se viene, y hacia el final, con las tazas de café ya vacías, dijo:

—¿No te parece que aquí hay demasiado ruido?

Inocente, descocada, ella respondió que sí.

—Quizás podríamos ir a un lugar más tranquilo —propuso a continuación.

Ella no supo qué decir y se encogió de hombros. Luego, por no dejar, preguntó:

—¿Y la oficina?

Su jefe sonrió con complacencia, sacudió la cabeza, alzó una mano, la movió para llamar la atención de un mesonero y finalmente pidió la cuenta haciendo el acostumbrado gesto del lápiz sobre el papel invisible. Entonces la miró, volvió a sonreír y dijo:

—Acuérdate que soy jefe. Y si tú andas con jefes, no hay problemas.

Se pusieron de pie, salieron. Ella se dejó llevar, nada decía; tan sólo apretaba las piernas y sentía las secreciones que se le iban convirtiendo en barro lúbrico. Había capitulado, era totalmente suya.


Apenas entraron a la habitación del motel, allí en la penumbra, su jefe comenzó a besarla. Le agarró las nalgas, le acarició la espalda. Bajaron a la cama. Allí su jefe la desnudó. Estaba sobre ella, pero aún tenía puestos los pantalones y la camisa.

—Te gustan las mujeres, ¿verdad? —preguntó luchando contra su respiración acelerada.
—¿Cómo… qué…?
—Yo sé cómo las miras.
—Pero… espera… yo…

Su jefe se alzó, las manos de dedos gruesos sujetando las muñecas de la que yacía sobre la cama.

—Te he observado, y sé que las miras con ganas. —Entonces tomó una de las manos de ella, la llevó hasta su entrepierna e hizo que la tocara. La expresión de ella cambió y luego empezó a frotar con la mano extendida, arriba y abajo. Su jefe agregó entre siseos—: Pedían un hombre… Para el cargo… pedían un hombre.

Ella recordó la sentencia lapidaria de Luisana: «Nunca serás feliz con un hombre, nunca». Sonrió.

—Y yo siempre he creído en la transgresión… —continuó su jefe— Transgredir es lo más importante.

Ella apenas pudo articular un par de afirmaciones ahogadas. Su jefe, de nuevo abajo, cerca de su cara, le susurró:

—Transgredir como forma de supervivencia… transgredir y ser hombre.

Ella nada dijo, no podía, concentrada como estaba en frotar el valle de delicias que tanto había aprendido a amar en los últimos tiempos.

Aquel que alguna vez fue su jefe y también Juan, bajó y se acopló a su cuerpo. El ser perfecto, el Rebis sin mentiras la besó y comenzó a restregarse contra sus piernas. A restregarse como le fascinaba, como siempre lo habían hecho todas esas mujeres hombrunas que la enloquecían.



(Cartas: La Luna, El Juicio, La Papisa)

2 comentarios:

  1. Está tremendo. Tiene esa cosa negra que siempre tienes pero también complicidad y sonrisas.

    Un placer.

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  2. Gracias, Linterna. Un abrazo. Fedosy.

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